Oviedo, a principios del siglo XIII, tenía apenas 4.000 almas. La ciudad, redondeada, ocupaba unas 8 hectáreas con unos diámetros aproximados de 300/350 metros. Aún se conservaban muchos nobles edificios de la época de la sede regia (iglesias del Salvador, Santa María, San Miguel, San Tirso, San Juan, monasterios de San Vicente y San Pelayo, palacios y fortaleza alfonsinos), si bien algunos deteriorados y otros modificados. El resto, con alguna excepción, eran casas modestas habitadas por una población que progresa lentamente al abrigo de la paz asegurada, por fin, con la victoria de las armas cristianas en la batalla de Las Navas de Tolosa (1212) y por el auge de las peregrinaciones a Compostela y a la propia catedral ovetense.

En ese ámbito se desenvuelve la vida de los protocofrades de La Balesquida. ¿Y cuáles eran sus afanes? ¿En qué trajinaban? Evidentemente, con las tijeras y las telas. No era fácil su profesión por las frecuentes crisis económicas (en crudo: el hambre) que se sucedían en Asturias. Así, dos años después de la donación de doña Velasquita, se produjo un gran encarecimiento de la vida en la ciudad. A buen seguro que, a la búsqueda de clientes, observarían en las ceremonias solemnes los manteos y capas pluviales del alto clero. También estarían atentos a los ropajes de la próspera colonia de los francos (doña Velasquita de ahí procedía y su holgura económica es una buena prueba). Lo mismo harían con esa minoría encapsulada, diestra en el comercio y hábil en los gastos financieros, que atesoraba más que exhibía. Las telas caras (sedas, terciopelos, franelas, tafetanes) se las intentarían vender a esos clientes. Pero, si las cosas se torcían, habría que vender jubones, sayales y alforjas e incluso competir con los ropavejeros que, por cierto, también se constituyeron en cofradía.

¿Y los rezos? Aquellos devotos marianos experimentaron el cambio del rito mozárabe al romano. Además, en las plegarias populares tuvieron oportunidad de estrenar dos oraciones que alcanzaron secular y multitudinaria devoción: el rosario y la salve. En efecto, si bien los dominicos no se instalan en Oviedo hasta los comienzos del siglo XVI, en estos principios del XIII se extienden por toda España las predicaciones de Santo Domingo de Guzmán y sus discípulos, que exhortan al pueblo fiel al rezo del rosario. Así, en aquella capilla de la cofradía repetirían cincuenta veces cada día. «Ave María, gratia plena, Dominus tecum...». Respecto a la salve (seguramente la plegaria popular con más lirismo) su autoría, como es poco sabido, se debe a un nacido súbdito de Alfonso III el Magno, que alcanzó la santidad desde el Obispado de Santiago: San Pedro de Mezonzo. Lo significativo es que aparece por primera vez en una oración el título de la patrona de La Balesquida: «Salve Regina... SPES nostra, salve».

Pero los alfayates, además de rezar y coser, tenían sus ratos de ocio y, a buen seguro, pasearían. ¿Y qué contemplaban sus ojos?... Aquí el curioso cofrade actual puede saber, intuir, deducir e, incluso, soñar. Podría ser así:

Los alrededores de la ciudad estaban surcados por numerosos regatos cuyos nombres en los mapas de hace 125 años (del Valle, San Lázaro, Santo Domingo, Pelayo, San Esteban, Otero, Trigales, Fozaneldi, Santullano, Pumarín, San Pedro) seguro que pocos coincidirían con los de entonces y que, hoy en día, quedaron todos sepultados bajo el asfalto urbano. Por tanto, el paisaje ofrecería un aspecto boscoso -sin pinos, sin eucaliptos- con predominio de carbayos, castaños y arbolado de ribera. Los cultivos y sembrados -sin maíz, sin patatas- serían similares a los de un minifundio actual. En conjunto, tanto por lo desigual del terreno como de la mixtión de las plantaciones y lo arbitrario de los aprovechamientos, podría tener un reflejo, hoy en día, en la parroquia rural de La Manjoya. Unas amplias praderías en el Campo de la Vega y unos huertos en las cercanías de la muralla acabarían de definir la descripción del terreno que circundaba a la ya vieja ciudad.

Dirección norte

Si un xastre saliese a pasear en dirección Norte -por tanto, en descenso- ¿qué observaría en La Foncalada?, ¿el edículo sólo?, ¿con las piedras ciclópeas?, ¿con la piscina de baños compleja según la novedosa y sugestiva interpretación del arqueólogo Borge Cordovilla? (revista de «La Balesquida», 2008, página 37) ¿con temas?...

Si llegaba a Santullano, ¿qué vería?, ¿sólo la iglesia de San Julián?, ¿también los «palacios, triclinios y baños» construidos por Alfonso II para residir allí?, ¿estarían en buen uso aún?...

Si otro día se acercaba hasta San Pedro del Otero se encontraría con la iglesia erigida al menos un siglo antes y en las zonas vecinas (hoy en día: La Matorra, La Estrada) vería restos romanos, ¿sólo restos? Si el paseo se prolongaba hasta los edificios ramirenses naranquinos podría admirar a un San Miguel de Liño íntegro (¡el sueño de Aurelio del Llano y Joaquín Manzanares!).

El paseo hacia el Este llevaría al alfayate andarín a contemplar el entonces reciente monasterio de Santa María de la Vega, justo donde, en el siglo IX, pastaban las yeguadas reales.

Pero en los días de primavera y verano se podían andar más leguas. Uno de los paseos sería ir a pescar salmón al Nalón -sin cotos, sin precintos- y no como un ejercicio deportivo o de élite sino como ayuda a la economía familiar. Tenían dos caminos: o desde San Lázaro, La Manjoya, Llamoscura, El Condado hasta Soto. O subiendo por Axpra (El Cristo de las Cadenas), Santo Medero, Latores (donde la iglesia que había desde el siglo XI ya estaba dedicada a Santo Tomás, como aún sigue), Cellagú y Las Caldas. Y en Cellagú (El Llagú) -sin canteras, sin trampas- ¿qué se apreciaba? Un asentamiento castreño. ¿Vacío... del todo?...

Al llegar el mes de octubre, los días se acortaban y los paseos también. El cofrade caminante se inclinaría por la introspección. Y cuando el sol transversal arrancaba, a la vez, el matiz a los colores y el embargo a las emociones, ese cofrade experimentaría esa rara y única sensación placentera de la que, a veces, gozamos los ovetenses.

Luego, noviembre, a las cinco de la tarde cerrando los postigos y preparando el amagüestu que, a la vez, es rito y es nutriente pues el hombre, al fin, es un mamífero más y sabe valorar los frutos otoñales del bosque.

Por fin, con la «fe del carbonero», con el sentido de la soledad que como hombre medieval aún tiene, con la máxima tensión del binomio creatura-Creador, celebraría la Navidad, en lo íntimo de su ser, el último día del año.

Epílogo para nuestra autoestima de ovetenses: la Cofradía de la Balesquida es más antigua que la ciudad de Bilbao. Y solamente un poco más moderna que La Coruña, Santander y San Sebastián. Eso si tomamos el año 1232 (donación de doña Velasquita a la cofradía) como referente. Pero si seguimos a los historiadores, y entre ellos a don Juan Uría Ríu en su opúsculo «Breve historia de las parroquias de Oviedo» (Oviedo, 1957), convendremos en que esa fundación se remonta a finales del siglo XII, y entonces La Balesquida es más antigua que las cuatro capitales citadas.

Consecuentemente y por contraposición, al tener Oviedo en ese tiempo casi 500 años, queda distinguida como la gran ciudad medieval de la cornisa cantábrica. La misma que durante 120 años gobernó un reino, liberó un territorio (enfrentando a Córdoba, invadiendo Lisboa), defendió la fe, salvaguardó un orden jurídico y, a la vez, cinceló y grabó en arquitectura, escultura y orfebrería obras de arte únicas en el mundo (según catálogo).

Froilán Neira Estrada es cofrade de La Balesquida, Oviedo.