Más que un enunciado disyuntivo (la elección de un elemento excluye necesariamente al otro elemento), tendría a lo mejor que ser conjuntivo: psicólogo y sacerdote o viceversa, asumiendo ambas dimensiones en un solo sujeto continente. Si bien esto en la práctica resulta harto difícil, sería en no pocos casos deseable, por lo que diré más adelante. Tanto entonces en el 11-M, como ahora, en el reciente 20-A, fue y ha sido determinante la intervención de los psicólogos en dos de las tragedias humanas más horribles acaecidas en la historia de España de nuestros días. Así lo airearon los medios de comunicación casi en su totalidad. Pocos dudan (si es que lo dudan) de que la labor de estos profesionales, además de encomiable, está suficientemente acreditada y resulta insustituible e incuestionable en catástrofes de esta índole. Sin embargo, no se habla en ningún momento del sacerdote, cuando en tales circunstancias, algún tiempo atrás, era el sacerdote quien consolaba, orientaba, aconsejaba, pero eso sí, desde la perspectiva casi exclusivamente religiosa.

Confieso que ni el sacerdote está llamado a ejercer de psicólogo ni éste tiene la pretensión de sustituir a aquél, a no ser que uno u otro esté investido de la debida competencia y legitimidad para actuar en ambas profesiones, lo cual tiene en la práctica una ocurrencia excepcional. Lo que sí puede darse, y considero deseable, es que ambas competencias se complementen, coordinen y integren, cuando en muchas situaciones las dos vienen inseparablemente unidas y son fuertemente anheladas por los afectados por la tragedia. Comprendo que la actuación del profesional de psicología se restringe al ámbito exclusivamente psicológico, en el que está preparado y dispone de los recursos y técnicas que sólo él sabe utilizarlos y aplicarlos debidamente en esos momentos, para afrontar la sintomatología del síndrome. Aún así, siempre existe la posibilidad -que nadie se la debe arrebatar- de que su actuación se extienda también -a título personal, de forma voluntaria y cuando se estime conveniente, dado el caso-, más allá del estricto campo profesional, siempre que se den unas mínimas condiciones en los actuantes: tanto en el benefactor como en el beneficiado. Me refiero a la atención espiritual y religiosa, de la que debe existir una demanda expresa o tácita (adelantándose a veces a un deseo intuido) por parte del receptor y una voluntad dispuesta a ofrecérsela por parte del benefactor.

La voluntad de cada uno

En multitud de casos en que el benefactor y el beneficiado coinciden y comparten la misma religión, o unas mismas creencias, principios y valores, esto puede resultar relativamente fácil y hasta congruente; mientras que en el caso contrario y de aparente dificultad, no conviene en modo alguno descartar definitivamente toda posibilidad o intento de este tipo de ayuda, puesto que existen semejanzas y paralelismos en las necesidades y exigencias más profundas y radicales del ser humano, que nos hacen ser más semejantes entre nosotros que diferentes. Sólo la voluntad claramente expresada al respecto tendría la constatación de no tener que ser contrariada. Con esto no estoy insinuando que toda intervención del psicólogo necesariamente deba implementarse con el auxilio espiritual proporcionado por éste u otros a las víctimas, entre otras cosas porque esto no consta en el programa de sus tareas o funciones, ni es posible sustituir al sacerdote en ciertos cometidos propios de éste (administración de sacramentos, dirección espiritual, etcétera). Pero sí sería muy loable y hasta un servicio reconocido con inmenso agradecimiento por los creyentes -particularmente en los casos y las condiciones explicadas anteriormente-, que cualquier afectado por el dolor y la tragedia de la muerte de un ser querido aprendiera a sobrellevar dignamente tanta aflicción, habiendo sido reconfortado por los buenos oficios del profesional y las atenciones del buen samaritano, quien seguramente fue más allá de su ayuda material o técnica con sus consejos y alusiones a un Dios Padre que permite a veces el mal que nos aflige para que redunde siempre en un mayor beneficio nuestro. A la escasez de sacerdotes, y cada vez, a una mayor ausencia suya en momentos de más exigencia de nuestro espíritu, es preciso que haya muchos y buenos psicólogos que vayan llenando ese hueco con referencias, por qué no, a la trascendencia y al sentido religioso del hombre, que es un recurso necesario para muchos y un motivo de su recuperación. Seguro que lo sabrán agradecer los afectados por la adversidad y el dolor.