En la vida hay días tontos, momentos imbéciles e instantes disparatados, y ante ciertos sucesos todos pensamos en fenómenos paranormales; quien diga lo contrario miente como un cosaco. Debo manifestar que no me importa el más allá, tampoco los marcianos, las paredes que hablan, las caras en el suelo o los azulejos que se iluminan porque yo no creo en xanas, trasgos, cuélebres o nuberos. Ni tan siquiera en las meigas aunque (no se lo cuenten a nadie) en la intimidad estoy convencido de que haberlas háilas. Mucho más después de que una de nariz ganchuda, divieso en el pómulo, mirada aviesa y desdentada se hubiera instalado en el altillo de mi biblioteca. Poco le faltó para amargarme la existencia: juzguen ustedes mismos porque la historia? de verdad que tiene bigotes.

Me acuerdo como si fuera ahora mismo. Fue en casa, el pasado domingo por la mañana. Terminaba de comprar unos libros en el rastro y después de echarles un vistazo, ni corto ni perezoso, intenté acomodarlos en una biblioteca más que repleta. Hete ahí (no sé que quiere decir pero qué bien suena) que de refilón leo en el lomo de un libro orientado al bies y medio camuflado, por no decir escondido y avergonzado, la palabra Aznar. ¡Demonio! El susto fue mayúsculo. Qué pinta entre estas estanterías ilustradas una biografía, autorizada o no, de un personaje político que no me interesa lo más mínimo y me produce repelús. Aínda más, que diría un castizo ¿quién dios la trajo aquí? Mira que si desde estas páginas al ínclito biografiado le da por poner todas las noches a sus colegas de estantería a realizar junto con él 1.500 flexiones o, lo que tampoco está nada mal, correr a marchas forzadas por el pasillo durante dos horas, me desarma la biblioteca. Barrunto que los libros comenzarían a deshojarse como un vulgar castaño en otoño hasta perecer censurados por el gran adalid, azote de comunistas, ecologistas y gentes de mal vivir.

Menos mal que todo había sido un malentendido y donde leí Aznar debía haber leído «Azar», título de la obra de Joseph Conrad (1857-1924) uno de mis escritores favoritos. Por cierto que no es una de sus novelas más representativas y se sale un poco de las tramas a que nos tiene acostumbrados por contar con una heroína romántica y sentimental y por tener un final feliz. Por supuesto que ni de lejos hay ningún paralelismo entre la protagonista de la novela y el señor adusto y malencarado de los bigotes. Aunque ella, hija de un financiero especulador y desaprensivo, pasa por una azarosa existencia llena de soledad interior hasta alcanzar, no sin la intervención de la desgracia, el desvanecimiento de las tinieblas que ensombrecen su vida.

Las mismas sombras tenebrosas que estos últimos años envuelven los hechos y las palabras de don José María que, no conforme con haber sido una marioneta del señor Bush cuando el «Trío de las Azores» declaró la guerra a Irak, se atreve a negar, en contra de la opinión autorizada de más de 3.000 científicos, el cambio climático causado por las emisiones de origen humano. Extraño cambio de opinión el suyo cuando, no lo olvidemos, como presidente del Gobierno de España había firmado en 1998 el Protocolo de Kioto. Seguro que sus genes de dictador frustrado le cantan al oído aquello de «después de mí, el diluvio» porque ¿cómo se puede pensar y menos todavía pronunciar en un foro público lo siguiente? «No sé si hay un cambio climático en el que es -o no- determinante la acción del hombre» y que en cualquier caso es «un problema que quizá, o quizá no, tendrán nuestros tataranietos». Nefasta herencia, señor Aznar, la que usted quiere legar saqueando un patrimonio que, por derecho, pertenece a nuestros descendientes y todos, sin excepción, tenemos la obligación de entregarlo irreprochable.

Quizá podamos disculparle si achacamos su incontinencia con la inteligencia (perdonen la frase) a un exceso de CO2 en la atmósfera, aunque lo que más nos entristece es que se encuentra sin amigos y más sólo que un corredor de fondo. No sé si de toda aquella masa que abanderó su figura quedará algún buen amigo, uno que todavía le aprecie, capaz de decirle lo mismo que don Juan Carlos le dijo al presidente venezolano Hugo Chávez: ¿Por qué no te callas? Añadiendo a continuación: es que calladito estás más guapo.