Ni siquiera estaba imputada en el juicio. Tanto mis padres como yo habíamos llegado a participar en los hechos de forma indirecta, ellos como familiares y conocedores de los hechos y yo como sobrina-ahijada de uno de los implicados. Cuando supe del proceso, pensé que era mi obligación, dado que mi tío había fallecido recientemente y no podía hacerlo él personalmente: poner en conocimiento de quienes habrían de decidir sobre el caso tanto cuanto sabíamos. Y fue así como, para mi asombro, yo misma me vi obligada, sin mediar ni un «por favor», ni un «gracias», a someterme a una pericial prueba grafológica, durante la cual, en todo momento, me hicieron sentir como si de una delincuente se tratara.

Al estar citada como testigo, hube de someterme más tarde, bajo serio apercibimiento judicial en las dos únicas ocasiones en las que quise hacer constar mi asombro ante tan inauditas preguntas, a cuestiones relativas a nuestra intimidad familiar o a si mi padre y mi madre compartían o no, por ejemplo, la misma cama. Confieso que no daba crédito a lo que oía. Yo había ido allí de buena voluntad y me sentí vapuleada. Puede asegurarles que la actitud que mostraron hacia mí fue bastante más negativa de lo que se dispensaban entre sí, por otra parte, como corresponde.

Ustedes me dirán que así es el procedimiento, pero ahora creo que puedo entender un poco más, si no justificar, porque eso me lo impedirá siempre mi compromiso cívico, por qué la gente se resiste a comparecer cuando han sido testigos de algún acontecimiento ilícito. Y, para colmo, aún hemos tenido que oír en las conclusiones finales cómo se nos calificaba de «testigos hostiles». El procedimiento sí que es hostil. Algo tendría que cambiar en la ética judicial. Muchas gracias.

Dolores Díaz Paz

Oviedo