Mieres del Camino,

David MONTAÑÉS

«Siempre percibí a mi padre como un observador de las cosas pequeñas, pero la vida le obligó a ser un hombre de acción». Así define su hijo Dimitri a José Fernández Sánchez, el escritor y bibliógrafo mierense fallecido el pasado 9 de noviembre, en Madrid, a la edad de 86 años. Además de un sensible y afectuoso bibliotecario y profesor, este asturiano fue muchas otras cosas. Fue «niño de la guerra», evacuado a Moscú con sólo 12 años, y oficial del ejército soviético durante la II Guerra Mundial. Fue hijo de minero y, sobre todo, fue un enamorado de Ablaña, el pequeño pueblo encajonado entre montes y el río Caudal que tuvo que dejar atrás en plena infancia para huir de las penurias de una época de guerra, revanchismos, y falta de oportunidades.

José Fernández nació en Ablaña el 16 de febrero de 1925. No había cumplido los diez años cuando la revolución de 1934 puso a los mineros asturianos en pie de guerra. Su padre participó en la revuelta obrera y fue herido de gravedad. «Logró salvar la vida, pero su salud quedó muy deteriorada y moriría al inicio de la Guerra Civil», explica Dimitri Fernández. El estallido de la contienda acabó de golpear a la familia. José Fernández y su hermano Joaquín, dos años menor que él, vivieron los primeros meses del alzamiento militar en un internado de Gijón. Allí, se les ofreció ir unos meses a Moscú, hasta que la situación en España se normalizase. La madre se negó, pero su hijo mayor estaba decidido. En septiembre de 1937, los dos hermanos cogieron en el puerto de Gijón un barco con destino a la antigua Unión Soviética, el mayor tardaría 34 años en regresar a España, el más pequeño nunca volvería. «Pese a que mi abuela se oponía, a mi padre le hizo mucha ilusión aquella oportunidad y decidió irse». Tenía 12 años.

Sus primeros años en Moscú fueron relativamente felices. Los dos hermanos vivieron en un internado de niños españoles. Pero la guerra volvió a encontrarles en 1941. Cuando la Alemania nazi invadió la Unión Soviética fueron trasladados, junto con otros menores españoles, a una aldea a orillas del Volga, un lugar remoto alejado de las bombas, pero no ajeno al desamparo que provoca el hambre y la falta de medios. En 1943, nada más cumplir los 18 años, fue llamado a filas. «Tuvo la suerte de que fue llevado a una escuela de oficiales del ejército de ruso y cuando se incorporó al frente, como teniente de ingenieros, la guerra ya estaba prácticamente concluida», recuerda Dimitri Fernández desde Madrid. José Fernández, tras la caída de Hitler, se dedicó durante meses a desactivar minas, pero el peligro inherente del cumplimiento de este mandato no era lo que le impedía cada noche conciliar el sueño. No tenía noticias de su hermano menor: «Según me contó mi padre, mi tío Joaquín, seguramente debido a las penurias, escapó del internado y le perdió la pista».

Joaquín Fernández nunca más aparecería pese a los esfuerzos baldíos de su hermano mayor por seguir su rastro. Es posible que, ante aquel drama, José Fernández se sintiera por primera vez abandonado por el valor. Durante los años siguientes siguió escribiendo a su madre en nombre de los dos hermanos. «Las cartas tardaban meses en llegar y, hasta 1957, mi padre no se atrevió a decirle a mi abuela lo que había sucedido, siempre le decía que Joaquín estaba bien». Al final, este desgarrador secreto el acompañó durante más de una década.

De vuelta a la vida civil, trabajó como obrero ajustador en una fábrica de Moscú, al tiempo que estudiaba Bibliografía, su gran pasión. En esa época publicó en un periódico semanal su primer relato en ruso. En él hablaba del Gijón de la guerra, regresando a una niñez que siempre le acompañó envolviéndole en la nostalgia. Ya casado, y con dos hijos, fue destinado como bibliógrafo a Izhevsk, una emergente ciudad próxima a los Urales, donde trabajó durante siete años. Pronto se integró en la comunidad, colaborando con la prensa y radio local. Durante ese tiempo apenas tuvo contacto con España y el mismo recuerda en una de sus biografías que la única lectura que realizó en castellano fue la novela «Zaragoza», de Benito Pérez Galdós.

En 1957, regresó a Moscú y comenzó a trabajar en la Biblioteca Lenin. Además, durante un periodo de tres años, entre 1961 y 1964, hizo de traductor de los asesores militares rusos en La Habana. Sin embargo, la añoranza de su tierra le hizo regresar a España en 1971. En compañía de su mujer Gala, de nacionalidad rusa, cogió las maletas y dejó atrás su país adoptivo para emprender una nueva aventura en Madrid. «Regresó sin nada, ni trabajo ni contactos», recuerdan sus amistades. Ya en Madrid, encontró un empleo temporal como profesor de culturas eslavas en la Universidad Autónoma y, en 1972, fue contratado por la Biblioteca Nacional, donde trabajó hasta su jubilación. Destacó traduciendo obras de autores rusos como Dostoievski, Tolstói. Gógol, Turguéniev y, sobre todo, del poeta Evtuchenko. A lo largo de su dilata trayectoria como escritor también publicó volúmenes sobre las relaciones ruso-españolas y es autor de la «Historia de la bibliografía española». En reconocimiento a esta labor, la Asociación de Escritores de la Unión Soviética le otorgó el prestigioso premio «Pushkin».

José Fernández dedicó la segunda mitad de su vida a las letras y lo hizo con el esmero y dedicación propios de un hombre observador, desprendiéndose por fin de su uniforme de acción, un traje que vistió con pericia pero con el que nunca estuvo cómodo. Colaboró con periódicos como el «Ya», «El País» y el «El Mundo». Además, tuvo tiempo para escribir sus memorias de juventud, recogidas en dos tomos: «Mi vida en Moscú» y «Cuando el mundo era Ablaña». En este segundo libro recupera sus recuerdos de niñez, evocando sus primeros años de vida con un tono bucólico y casi idílico.

El bibliotecario mierense Jesús Fernández, también natural de Ablaña, amigo personal de José Fernández, recuerda que en 1991 éste paso unos días en la localidad, con motivo de las fiestas del pueblo, y aprovechó para presentar sus memorias. «Nos preguntó que si sabíamos de alguna casa con terreno que lo avisásemos, que se quería venir», recuerda Jesús Fernández. Su hijo Dimitri corrobora el amor que su padre sentía por Ablaña y por la región en general: «Mi madre contaba que cuando estaban en Moscú y le presentaban como español, enseguida corregía y decía que era asturiano, del mejor pueblo del mundo. Siempre me hizo gracia su orgullo de ser asturiano, la verdad es que sentía pasión por su tierra».

José Fernández no tuvo muchas oportunidades de visitar Ablaña desde que, con 12 años, se viera obligado a echarse al mar en busca de nuevos horizontes. Huyó de una guerra, luchó en otra, perdió seres queridos, viajó, estudió, escribió, se caso y tuvo hijos. Y lo hizo sin dejar de sentir cariño por el pueblo de sus padres. El pasado 9 de noviembre Asturias despidió a uno de los suyos, al niño de Ablaña que amaba los libros.