El Museo Arqueológico de Asturias está ubicado en una parte del antiguo monasterio de San Vicente, en Oviedo. A finales de los 70 compartía pared con la sede de la División Azul y estaba a un paso de la Facultad de Filosofía y Letras, donde entonces todo el mundo militaba en alguna de las organizaciones de aquella izquierda dividida hasta el infinito que caracterizó la transición española.

El local de los veteranos falangistas tenía su propio comedor abierto al público, con un precio casi tan asequible como el de la Cocina Económica o el de la HOAC, por lo que, cuando el bolsillo andaba flojo -lo que ocurría a menudo-, era frecuentado por los estudiantes que compartíamos salón, aunque no mesa ni mantel, con nuestros oponentes ideológicos.

A pesar del ambiente tenso que se notaba en aquellos días en los que la sangre salpicaba con frecuencia las calles de este país, o cuando se estaba viviendo alguna huelga en la Universidad, la cosa nunca pasó a mayores, porque siempre respetamos los dos ruegos que nos hizo la encargada de la cocina: «Cuando estéis aquí, procurad no hablar en voz alta de política ni exhibir demasiado las pegatinas de las carpetas».

Algunas tardes, las clases no comenzaban hasta las cinco y, si el estudio no apremiaba, quedaba tiempo para prolongar la sobremesa jugando a las cartas o visitando las salas del museo para discutir sobre alguna pieza concreta, porque entonces, quienes aspirábamos a ser historiadores, sentíamos una pasión por las huellas de nuestro pasado, que no sé supieron mantener quienes nos relevaron en las aulas.

De modo que llegamos a conocer y considerar lo expuesto en cada sala como si sus colecciones fuesen algo propio. Luego pasó el tiempo, cada uno fue haciendo su vida y las visitas se espaciaron por lustros. En 2003, el Arqueológico echó el cierre para ser ampliado y reformado de acuerdo con las tendencias del nuevo milenio; las obras se dilataron tanto, que hasta el 21 de marzo no volvió a abrir sus puertas y, como ahora voy poco por la capital, tardé unos meses en acercarme a ver la novedad.

Nada que objetar a la remodelación. Los nuevos espacios son amplios, claros, diáfanos y modernos. Abundan las aplicaciones informáticas, que ayudan a comprender los diferentes periodos y las excavaciones estrella de los últimos años -la cueva de El Sidrón y el campamento de La Carisa- tienen un local destacado. Pero no voy a ocupar esta página en contarles las bondades de estas instalaciones, ni tampoco sus carencias, que, según mi humilde parecer, también las tiene. Sólo quiero poner en su conocimiento un hecho insólito que constituye un atentado al patrimonio de la Montaña Central.

Aquí ya estamos acostumbrados al abandono de túmulos, castros o antiguas vías de comunicación, la demolición de edificios emblemáticos, el desmantelamiento de las huellas de nuestro pasado industrial, el saqueo sistemático de máquinas y archivos. Es una situación tan vieja y tan asumida, que ya creíamos haberlo visto todo, pero lo que encontramos en el nuevo Museo Arqueológico nos deja sin palabras: el mosaico romano de la villa de Memorana ha sido fragmentado para exponer al público una de sus esquinas.

Ahora, los visitantes contemplan el pedazo mutilado, bajo sus pies, protegido por uno de esos cristales que se pueden encontrar en el suelo de algunas marisquerías y que dan la impresión de que uno pisa en el aire a medio metro de un lecho de corchos de sidra, manzanas de plástico o incluso centollos en espera de un cliente, según el lujo del local.

El de Memorana no es un mosaico cualquiera y por eso aumenta nuestra sorpresa. Se conocía desde que en 1921 el arado sacó a la luz los restos de una villa romana en una huerta de Vega del Ciego: el «Fabón» de Gorín, o la Ería de Vidriales, si lo prefieren, ya que los vecinos hacía mucho tiempo que lo llamaban así porque cada vez que se daba la vuelta a la tierra en el lugar aparecían pequeños cuadraditos blancos de mármol, que no eran otra cosa que las teselas de un mosaico que el arado iba destrozando poco a poco. Como además, en el lugar empezaron a aflorar también fragmentos cerámicos, tejas y otros materiales de construcción de clara factura romana, alguien acabó avisando a las autoridades culturales del momento y por fin en 1951 el yacimiento comenzó a excavarse por orden de la Comisión Provincial de Antigüedades.

El arqueólogo encargado de aquel apasionante trabajo, J. M. Aragoneses, dibujó un plano de la zona que pudo identificar con claridad en donde puede apreciarse un espacio articulado alrededor de dos pasillos, uno de ellos rematado en ábside, con los restos de cuatro habitaciones bien definidas, de diferente tamaño y planta regular, y las esquinas de otras, separadas por paredes medianeras de casi medio metro de espesor.

En la sala más próxima al ábside estaba el mosaico, que mide nada menos que 6,40 x 6,65 metros y seguramente decoraría el suelo de un triclinio, la estancia de la mansión en la que se hacían las celebraciones y los ricos propietarios solían cenar y charlar recostados en torno a una mesa mejor provista que la de sus esclavos.

Si nos atenemos a lo que podemos deducir de la cerámica que todavía sigue apareciendo, aunque ya muy desecha, en la huerta, la villa debió levantarse en el primer momento de la ocupación de Asturias y se mantuvo ocupada hasta el siglo V, cuando fue destruida e incendiada en la época de las invasiones bárbaras. En cuanto al mosaico, todo indica que fue colocado hacia mediados del s. IV o principios del V, muy cerca del fin de la mansión, precisamente en el momento de su mayor esplendor

Supongo que muchos de ustedes ya han tenido la oportunidad de ver alguna vez estas piezas, pero, aún así, aprovecho para contarles como se fabricó éste de Vega del Ciego, con la misma técnica que se empleaba en aquel momento en todos los rincones del Imperio. Lo primero que debo recordarles es que en su elaboración no se usaban pinturas; las figuras que podemos contemplar y aún pisar, dos milenios después de que fuesen diseñadas, todavía guardan sus matices y su fuerza porque están formadas con pequeños cuadraditos de piedras, cerámicas o mármoles de diferentes colores, que varían en tamaño y están combinadas con tanta habilidad, que en ocasiones hacen dudar de que no hayan sido retocadas con un pincel. Para lograr este efecto, a veces había que ir a buscar lejos tanto a los artistas como a los materiales con los que se fabricaban estas pequeñas piezas llamadas teselas

Casi todas las que forman el mosaico de Memorana tienen unos 8 milímetros de lado y, aunque la mayoría son blancas y negras, también encontramos pequeñas piedras moradas, amarillas y rosadas, mármoles rojizos y fragmentos de cerámica en su tono característico. Con ellas se formó un diseño que sus descubridores Cayetano y Valentín del Rosal describieron así en 1921: «..Formaba un gran cuadro que cubre toda la habitación, orlado por una gran cenefa o marco de 60 centímetros de ancho, a dos colores, morado y blanco, formando combinaciones de cuadritos de tamaño y forma semejante a los tableros de ajedrez. El espacio comprendido dentro de ese marco se halla igualmente dividido en cuadros de unos cincuenta y cinco centímetros de lado, por hermosísimas grecas a tres colores, formando un entretejido de líneas rectas y curvas caprichosas. Cada uno de estos cuarterones encierra un dibujo admirablemente terminado y todos son diferentes. Unos representan jarrones a cuatro o cinco colores, cuyas asas y líneas recuerdan las formas griegas. Otros figuran estrellas, medallones, flores, también policromadas, etc.»

Además de lo que ellos reseñaron, tendríamos que añadir la calidad de los motivos naturalistas, también muy frecuentes, por ejemplo un pez entre moluscos o dos pájaros posados en sendas ramas, todo ello realizado por los artistas con mucha habilidad para ir combinando los motivos de manera que no resulten tediosos.

Ahora, lo que exhibe en el se reduce a una esquina que incluye el motivo de una gran vasija de estilo griego con una ornamentación en forma curva que se asemeja a los gajos de una naranja o, si prefieren los términos más técnicos, «una crátera de panza gallonada».

Esto es lo que hay, aunque, el hecho, lamentable ya de por sí, nos deja totalmente descolocados cuando, en alguna página especializada de Internet, podemos leer este párrafo en una crónica sobre el Museo Arqueológico: «Quienes recuerden el antiguo mosaico de la sala romana, el de Memorana o Vega de Ciego (Lena) se sorprenderán al ver sólo una esquina del mismo, pero en realidad se trataba de un mosaico pintado en escayola, salvo el fragmento que se presenta actualmente?» Si esto fuera cierto, los asturianos habríamos sido engañados durante décadas y alguien tendría que explicarnos en qué punto se perdió el mosaico; si no lo es, se nos debe igualmente explicar su mutilación.