Desde mi Mieres del Camino

El carro-correo de Manolín el Carteru

Manuel Álvarez Solís se ganó el aprecio de los vecinos de la villa cumpliendo con su labor profesional

El carro-correo de Manolín el Carteru

Cuando el duende observador se detiene en el reciente pasado de los pueblos, y lo hace con el termómetro de la templanza y el análisis, ¡hay que ver cuanta materia para la reflexión y la contemplación se encuentra uno! Todo un mundo de personajes, situaciones singulares y anécdotas aleccionadoras se descubren.

Precisamente cada pueblo, lugar o rincón habitable, tiene su historia. Y esa pieza del discurrir humano nunca ha de quedar en el olvido, sino mantener viva la lógica lección vital, con vistas a una posible aplicación de sus conclusiones, en el diario discurrir de los acontecimientos del presente y futuro inmediato.

Por supuesto que Mieres, denso en contenido social, humano, económico, cultural, laboral y en cualquiera de las facetas de la vida, guarda como oro en paño y en el baúl de cristal, todo un propio bagaje de elementos que han escrito su reciente historia. Dentro de cualquier rincón de una memoria bien pertrechada y en franquicia, puede surgir el acontecer de sus protagonistas. ¿Les dice algo eso del carro-correo de Manolín el Carteru?

Cierto que, aparentemente al menos, ese servicio ciudadano que se encarga de traer y llevar a buen puerto las noticias, buenas o malas, eso es inevitable, que arriban o parten del pueblo a través del tradicional sistema de correos, no ha evolucionado mucho. Se sigue apreciando, por estos lares, la figura inconfundible del cartero, con su valija a cuestas, ya sustituida en ocasiones por el carrito con ruedas, y su gorra de plato. A esta última parece que la han jubilado, pero subsiste la impresión, pese a que, en los extrarradios y zona rural, se ha impuesto el scooter, es decir, la famosa motocicleta inventada en Italia, hace bastante más de medio siglo, lo que impone que, en vez de gorra, el cartero lleve casco.

Pero no es nada habitual que una localidad como la de Mieres haya dispuesto, en su día, de un carro-correo, de fuerza motriz a base de un burro, y con Manolín el Carteru al frente. Pues la historia, por su singularidad, merece el justo espacio de aquellos personajes que, por su originalidad, campechanía y relación ciudadana, dejaron estela de recuerdo permanente.

Manuel Álvarez Solís, Manolín el Carteru, nació en Soto de Ribera allá por 1897 y falleció 72 años más tarde en el habitual domicilio de El Norte de Mieres. Su asentamiento inicial, como infante y niño fue en torno a lo que se denominaba estación de El Norte, a comienzos de la cuesta de Seana. Como todo hijo de vecino, se imponía el trabajo del adolescente en la mina, viajando a modo de "saltimbanqui" por una serie de explotaciones entre grupos como el de Baltasara o auténticos chamizos como La Belonga, hasta que los clarines del ejército español lo llamaron a filas (entonces no se estilaba eso de librar de la mili por trabajar en el subsuelo), teniendo como destino la guerra africana del Marruecos español que de aquella, cercana a los años veinte del pasado siglo, por lo visto y leído, se iba desmoronando poco a poco.

Tres ejercicios anuales le duró la aventura a Manolín, regresando a su patria chica con la repetida obligación de internarse de nuevo en las tinieblas del trabajo minero hasta que, en 1934, una enfermedad muy propia de los tiempos, la clásica bronquitis aguda, por humedades, polvo y demás que se respiraba en el interior de la mina, le obligó a dejar esa labor, por supuesto, sin pensión de ningún género, puesto que los avances, en material social, brillaban por su ausencia. Antes había contraído matrimonio y logrado descendencia, tres retoños, dos jovencitas y un niño. Había pues que buscarse la vida por otros conductos, y la idea surgió casi como por encanto. La oficina de Correos exigía transportar y también recoger de los sucesivos trenes de El Norte (Renfe), y el Vasco Asturiano, el paquete de misivas y demás, para trasladarlo a sus dependencias o viceversa, es decir, llevar el contenido de los buzones a los mencionados medios de comunicación, para que se repartiesen en sus destinos. Las cartas que llegaban, tras el control destinatario oportuno, eran repartidas por el personal adscrito. Y Manolín, con una vieja y renqueante furgoneta, se convirtió en el llamado "Peatón de Correos" que acudía a todos los convoyes de viajeros con estafeta destinataria, especialmente el correo de la mañana o el expreso de la noche, ambos pertenecientes a Renfe.

Pero, tan deteriorado estaba el vehículo de cuatro ruedas que, tras la guerra civil, y las nulas posibilidades económicas que se vislumbraban por aquel entonces, con escasez de gasolina y la imposibilidad de lograr recambios, que nuestro hombre no tuvo más remedio que renunciar a ella y sustituirla por el carro-correo, considerando que este medio le iba a reportar más ventajas y menos problemas, aunque suponía un esfuerzo diario de mayor envergadura, teniendo en cuenta que, de principio, hubo de arrimar el hombro tirando de él con sus propias fuerzas. Eso sí, tuvo la suerte de encontrarse con "Felipe", el "motor" adecuado que, dicho sea de paso, nunca le falló, hasta que en 1955, por exigencias de que el servicio debería contar con otro, más o menos nuevo y flamante vehículo procedente de la línea regular Mieres-Cenera, esta vez para viajeros y correspondencia, convirtió a nuestro Manolín en trabajador por cuenta ajena (hasta entonces había sido lo que se ha dado en llamar puro autónomo), haciendo, a la vez, de cartero y de cobrador del billete de los ocupantes. Seis años más tarde llega la hora de la jubilación y el descanso que, desgraciadamente, no dura mucho tiempo.

Sin duda alguna, de esta historia, quedan retazos dignos de mención. Manuel Álvarez había establecido, con su singular carro-correo y el no menos singular "acompañante", el burro "Felipe", determinadas paradas desde los puntos de llegada de los trenes hasta el depósito de la correspondencia destinataria y viceversa. Eran bares, principalmente situados en las cercanías del parque Jovellanos -no nos olvidemos que la Oficina de Correos estaba entonces en la hoy llamada calle Manuel Llaneza- donde realizaba sus paradas puntuales, como Casa César Orejas, El Riosán o Casa Francho. Allí, dejaba "aparcado" su vehículo con Felipe al frente y pese a que muchos lo intentaban poner en marcha en un afán de gastarle la correspondiente broma al conductor, no había dios que moviese un palmo al burro, hasta que llegaba el "arreeeee" de Manolín y entonces se reanudaba la acción con una seguridad y regularidad verdaderamente admirables, tal era el grado identificador, entre el "jefe" y el "subordinado". Por ciento que en honor a la fidelidad del burro, todos los años, Manuel Álvarez Solís celebraba la festividad de San Felipe.

En todos esos años no hubo domingos, festivos ni vacaciones para el especial carro-correo de Manuel Álvarez Solís y esto permitió que los mierenses no perdiesen ni una sola vez la oportunidad de recibir, de forma puntual, su correspondencia, a modo de carta, postal, paquete e incluso algún que otro giro, aunque estos escaseaban porque la época de los cuarenta y cincuenta no daba para muchos altares, tanto de lo que se recibía, como lo que era obligado enviar a los trenes para su destino lejano.

Manolín el Carteru alcanzó máxima popularidad en el diario transcurrir de la vida mierense. Constaba como figura de obligado cumplimiento en el escenario de la habitabilidad local. Como era de suponer, sabía aprovechar bien los tiempos, lograba descansos entre tren y tren en los bares cercanos, principalmente en las cantinas de las estaciones y nunca le faltó su merienda en Casa Tornillos.

Hasta tal punto llegaba la identificación de nuestro personaje con los distintos estamentos de la vida mierense, especialmente el comercio detallista, que cuando ya vencida la hora de cierre de las oficinas de Correos, y por lo tanto de los buzones para el mismo día, alguien necesitaba, por pura urgencia, enviar una carta o escrito esa misma tarde, acudía presto a Manolín el Carteru, quien aún circulaba por las calles con dirección a las estaciones, y le trasmitía la sana petición de que le echase la misiva al tren expreso de última hora. Y nuestro hombre, siguiendo el ritual por él establecido, recogía el encargo lo metía debajo de la boina -había veces de llevar tres o cuatro cartas- y cumplía con la solicitud, introduciendo dicha correspondencia, en cualquiera de los dos buzones que llevaba el vagón del tren. Y es que, tal como afirmaba: "debajo de la gorra, muy cerca de la cabeza, no se me olvida nada".

Comprobado pues que no hace falta ser doctorado, político de altos vuelos o héroe de empaque, para conseguir el "visto bueno", el aprecio y cariño de los convecinos del pueblo de nuestros amores, para alcanzar esos niveles de aceptación cuando, en realidad se presta un necesario servicio a la comunidad, bajo el prisma de hacer de la obligación impuesta, un motivo más de atención y prestancia hacia los que te rodean. Manolín el Carteru logró ese objetivo, seguramente sin proponérselo y los más veteranos del lugar aún recuerdan su paso diario y su condescendencia por las hoy consideradas arcaicas rutas del pasado mierense. Con actitudes así y con la naturalidad que conllevan, se escribe la historia de los pueblos.

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