Ultimamente he estado recibiendo en el teléfono de casa llamadas inquietantes. Descolgaba y una voz grabada me ofrecía algún tipo de servicio de telefonía. Es decir, era una máquina la que me hacía una oferta. Por supuesto, todas las veces colgué inmediatamente, entre confuso y asustado. No entiendo cómo alguien puede dejarse convencer por una máquina, salvo que sea la tía buena de la tercera parte de «Terminator».

Quizá con la mirada viciada por el cine de ciencia-ficción, donde las máquinas terminan siempre por convertirse en letales enemigos sin sentimientos, casi siempre me asalta una sensación contradictoria, mezcla de euforia y alarma, cuando oigo hablar de la alfabetización digital y de lo bien que aprenden informática aquí, al lado de mi casa, los niños que aún no saben atarse los zapatos. Me gustan los ordenadores y también internet, pero me inquieta también esa dependencia que va unida siempre al progreso. Cuanto más servicio te da la tecnología, más tieso te quedas cuando te falla.

Renegar de la tecnología es estúpido. Lo malo siempre es el uso.

La fesoria se concibió para arar la tierra y se ha usado muchas veces para abrirle la cabeza al vecino. Que las máquinas te llamen a casa ya es otro cantar. Da un poco de repelús que la comodidad y el ahorro puedan llevar hasta el punto de prescindir de las personas para hacer algo tan personal como una llamada de teléfono.

La administración telemática, por la que tanto está tirando el Ayuntamiento, da menos yuyu porque en realidad eres tú el que pide y la administración la que te da el servicio. Otra cosa sería que un robot te llamase a casa para decirte que si no pagas la «viñeta» se te va a caer el pelo.

Después está otra dependencia de la tecnología mucho más preocupante. La dependencia emocional. El caso extremo es la gente que compra un perro-robot y se llega a creer que tiene una mascota. Y luego están las redes sociales, que pueden convertirse tanto en canales de comunicación como en peligrosos vehículos de simulación. Yo diría que no son buenas ni malas. Para mí, las redes sociales son a la vida social lo que el porno a las relaciones sexuales. Un complemento aceptable y un sustituto penoso.