Candás,

Braulio FERNÁNDEZ

«El dolor en el rostro de la madre y del niño, su realismo, expresividad y la significación que tiene la escena hacen de "La marinera" la quintaesencia de la obra de Antón», explica la directora del Museo Antón de Candás, Dolores Villameriel. Efectivamente, «La marinera» es la obra más conocida de Antonio Rodríguez, «Antón», y la que más veneran los candasinos, por la especial descripción que realiza de una escena que durante siglos se ha repetido en la villa, el impacto de las tragedias de la mar. Sin embargo, la importancia de Antón va más allá del cariño y la conexión que su obra tiene con el público candasín. Antón era un escultor renovador, único para la época que le tocó vivir, y del que en 2011 se conmemora el centenario de su nacimiento.

Antonio Rodríguez nació en Candás el 16 de febrero de 1911 en el seno de una familia humilde, y hasta su marcha a la Escuela Superior de Bellas Artes de San Fernando de Madrid, en 1931, e incluso después, su relación con la villa marinera es muy estrecha. Fue mozo de recados en el Casino de Candás, cursó estudios en la escuela pública local y en 1924 comenzó a ayudar a su padre en las labores de albañilería. Sólo unos años después, en 1928, Antón consigue su primer estudio, una construcción de madera en la huerta de la casa familiar. Su segundo estudio, ya en Madrid, no llegaría hasta 1933, junto al pintor uruguayo Alejandro Metallo. Entre ambos, dos etapas para su corta trayectoria artística.

«La primera es una etapa de formación autodidacta, en la que trabaja guiándose por su instinto escultórico y su innata sensibilidad artística», explica Villameriel. «Comenzó su carrera realizando retratos infantiles, algo que llamó la atención del pintor Evaristo Valle, que es quien lo encamina a Madrid», añade. Fue necesario, además, el mecenazgo del industrial conservero local Alfonso Albo, del que Antón realizó un retrato, para trasladarse a la capital de España.

«Antón descubre las técnicas de la escultura en el taller de Juan Cristóbal y con él adquiere su mayor destreza», explica la especialista en la materia Dolores Villameriel. A partir de ese momento, las figuras escultóricas de Antón adquieren «mayor complejidad, son más expresivas y ya no tan estáticas». Son los años treinta, y la carrera del artista no deja de evolucionar. «Su aprendizaje fue rápido y no sabemos adónde habría llegado, pero en su corta vida provocó una renovación de la temática en la escultura asturiana», puntualiza Villameriel.

Y es que el joven autor se esfuerza en captar la costumbre asturiana, algo tan de moda hoy en día, e introducirla en sus representaciones escultóricas. «Le dio un contenido social y realista a la escultura hasta entonces inédito en la región, más allá del mismo efecto que habían trasladado a sus cuadros pintores como Valle o Piñole». Así, Antón llevó la expresión realista a la escultura, que dejó de ser decorado y pasó a reflejar una realidad, una instantánea del momento que le tocó vivir. Renovando la especialidad artística, llegó en 1933 a realizar la talla perfecta de «La marinera».

Antón siguió trabajando en su estudio de Madrid, sin perder la oportunidad de visitar Candás en cuanto tenía ocasión. Así fue como en el verano de 1936 fue capturado en la villa y encerrado en la iglesia de San Félix. Allí pasó el verano, aprovechando para realizar una veintena de retratos a sus compañeros de prisión, y, más aun, logrando salvar de las llamas el retablo barroco del Cristo. Confinado en un campo de trabajo, en Murias de Candamo, finalmente la Guerra Civil acabó con el brillante escultor, y en esa ocasión el cincel no pudo con la espada. Un cincel que Antón dejó, eso sí, desgastado de tanto crear.