Estamos tan enfrascados en nuestro propio y reducido mundo y tan preocupados de la subida de «esto», del incremento de precio de «aquello» o del encarecimiento de «lo otro» que, casi siempre, se nos olvida levantar un poco la vista y mirar en derredor para apreciar el «paisaje» con un criterio más amplio. Viene esto a cuento porque, recientemente, y en corto espacio de tiempo, han faltado en Ceceda cuatro personas a las que conocí, y tomo en cuenta ahora que esas personas formaban parte de esa imagen colectiva, cada vez más mermada, que cada uno tiene de su pueblo.

Así, el 26 de febrero fallecía en Gijón Pilar García Bárzana. Tenía 93 años. Después, el 19 de mayo, nos dejaba Guillermina Vigil Argüelles, que contaba 74. Luego, el 18 de junio, se moría Amparo Caso Redondo, con 95. Y, finalmente, el 9 de agosto, nos dejaba para siempre María Dolores Canto Vega, que contaba 53.

Es curioso, pero siempre recuerdo a Pilar y a Amparo como una pareja de amigas inseparables. Ellas se encargaron, durante muchos años y cestillo en mano, de recoger en el templo parroquial las aportaciones de los asistentes. Imposible me parece acudir a la iglesia y no acordarse de ambas, tan palpable es su ausencia.

Hubo un tiempo, que ya sólo recuerdan los viejos como yo, en el que para ir a comulgar había que cumplir con el precepto de «no haber comido ni bebido nada desde las doce de la noche anterior». Pues bien, en cumplimiento de la norma, el que suscribe madrugaba desde El Tropel (dos kilómetros) para acudir a la misa temprana, recibir la comunión y luego asistir a la escuela, que comenzaba a las nueve. Y ¿saben dónde desayunaba en esas ocasiones? Se lo digo: en la casa de Aurora y Amparo Caso. Ellas me invitaban. Y yo no lo he olvidado. Guillermina fue primero mi admirada catequista, en aquellas tardes de domingo en las que, en la penumbra de la iglesia, sentadinos muy formales en los bancos de madera, nos iniciábamos en los conocimientos de la doctrina cristiana, prácticas que terminaban con el rezo en común del santo rosario. Luego, y antes de su marcha a Oviedo, fue Guille compañera de trabajo en Carancos, en el taller de artesanía de Ángel Bárcena, y allí ensayábamos canciones para cantarlas luego en la tribuna de la iglesia. Y me queda el recuerdo de su figura, encorvada sobre el armonio, y cantando con su voz, tan clara como bien timbrada. Siempre se cantó bien en la iglesia de Ceceda. Y lucía también el acompañamiento, tan útil como contrapunto a las voces del coriquín. Ahora, sin embargo, ¡qué solo y callado se quedó el armonio!

Ironías de la vida, la última en marchar, Dolores, era, también, la que menos edad tenía. Han hablado de su sonrisa, de su calidad humana, de su sentido del humor. Yo, modestamente, añadiría a estas cualidades, al menos, otras cuatro: su discreción, su sentido de la responsabilidad, su entereza y su mirada, azul y clara. La estoy viendo, cariñosa, al lado de su madre, Edelmira, en el portal de su casa del barrio de La Capilla, pero prefiero quedarme con su figura, un sábado de Mercáu Astur, al mediodía, leyendo subida al templete una poesía en memoria de su para ella muy querido padre, Celestino Canto. Había escrito Celestino:

Ceceda

Desde Oviedo a Santander / que hay munchu que caminar / y munches coses que ver / no hay nada pa comparar / co'l llugarín de Ceceda / y eso tien razón de ser.

Seguía razonando Dolores, con las palabras de su padre, sobre los atributos escabecheros, para finalizar de esta manera:

Ceceda rincón de Asturias / pueblín donde yo nací / aunque me vaya muy lejos / Ceceda de mis amores / no me olvidaré de ti.

Sé muy bien que estas apreciaciones las hubieran firmado, a pies juntos, las cuatro mujeres a las que hoy me refiero.

Escribía Fernando Vela que «todo espíritu viene a la luz trayendo de la misteriosa matriz de la vida algo nuevo, muy suyo. Es toda su aportación -a veces mínima, pero siempre preciosa- al desarrollo humano. Pocos actos más crueles que negársela, no reconocérsela. Ello equivale a considerarle como no nacido».

Pilar, Guillermina, Amparo y María Dolores han nacido, han vivido y, precisamente por eso, han fallecido, pero, entre tanto, nos han dejado su trayectoria y el hueco imborrable de su recuerdo. Que descansen en paz.