Llovió cuatro años, once meses y dos días. Hubo épocas de llovizna en que todo el mundo se puso sus ropas de pontifical y se compuso una cara de convaleciente para celebrar la escampada, pero pronto se acostumbraron a interpretar las pausas como anuncios de recrudecimiento». Esto ocurrió en Macondo, tierra mítica de «Cien años de soledad», y tal vez nosotros vayamos por el mismo camino. Yo, que tantos hombres he sido pero ninguno de ellos aficionado a hablar del tiempo, ahora me veo abocado una y otra vez a hablar de esta lluvia pertinaz, sin poder evitarlo, y hasta me gusta hacerlo. Y es que estamos tan a merced de tantas cosas que no podemos controlar que da mucho que pensar. Es cierto que las previsiones meteorológicas cada vez son más certeras y que, por ejemplo, podíamos haber metido el mercado y todo lo demás bajo techo en la plaza cubierta y de paso aprovechar para algo el edificio. Pero también lo es que uno, cuando llueve, lo más que puede hacer es atecharse, o dejar el santo en casa y llorar.