San Esteban de Pravia,

Ignacio PULIDO

Cuando Gregorio Cenitagoya regresó por primera vez a Asturias, en 1961, lo invadió la desazón. En 1946 se había exiliado en Francia, tras haber participado como voluntario durante la Guerra Civil, ser detenido en varias ocasiones y haberse unido a la guerrilla antifranquista. Hace unos días pisó de nuevo su pueblo, San Esteban de Pravia, con el objeto de presentar un libro de poemas. Estuvo acompañado por su hijo, Carlos; su nuera, Liliane Juan, el colectivo «Misiva» y el investigador Alberto Vázquez. «Volver ahora es un sueño hecho realidad. Es magnífico», subrayó.

Gregorio nació en Muros de Nalón el 3 abril de 1921. Fue el tercer hijo del bilbaíno José Cenitagoya -obrero del ferrocarril Vasco-Asturiano- y de la gallega Mercedes González. «Como fruto de su matrimonio nacieron once hijos», precisa. Cuando Gregorio apenas tenía 3 años, su familia se trasladó a San Esteban de Pravia. «Fueron los años más felices de mi vida. Jugábamos en el Garruncho, íbamos a pescar cangrejos y quisquillas y subíamos en lanchas hasta el Castillo para bañarnos», subraya.

La Revolución de 1934 cambió sus vidas. José estaba afiliado al Partido Comunista desde 1923. Él y su hijo de mayor edad participaron en la huelga revolucionaria. «Mi padre tuvo que escapar a Francia y mi hermano fue detenido y torturado», comenta. Su madre se quedó sola con siete hijos a su cargo y Gregorio se vio obligado a dejar la escuela para trabajar en el puerto.

Durante la campaña electoral de febrero de 1936, Gregorio apoyó al Frente Popular. «Cuando ganamos, ya veíamos la que se avecinaba», reconoce. Su memoria le permite recordar el estallido de la contienda con claridad. «Se organizó un comité de guerra en la Junta de Obras del Puerto. La primera acción fue tomar el cuartel de la Guardia Civil, aunque los guardias habían huido», explica.

La familia Cenitagoya permaneció en el pueblo hasta que fue evacuado, coincidiendo con el avance de la columna gallega de Prado, que tomó sus calles el 7 de septiembre de 1936. «Mi padre nos embarcó en el tren con destino a las cuencas mineras. Él organizó la voladura del puente de Soto», rememora.

Siguiendo los pasos del primogénito, Gregorio y su hermano pequeño, Adolfo, se alistaron voluntariamente. «Fui destinado a un batallón de minadores-zapadores que estaba fortificando el frente en Candamo», comenta. Poco después fue integrado en la primera compañía del batallón «Pablo Iglesias», comandado por Faustino Muñiz, como correo y ayudante de cocina. En el frente del sector del Escamplero presenció los durísimos combates del pasillo de Grado. «Estábamos en una posición conocida como "La Loma", en zona de La Trecha. Los vascos traían nuevos fusiles y pensé que nos íbamos a comer al enemigo, pero todo fue un fracaso. El batallón "Larrañaga" se quedó emboscado y hubo muchos muertos y heridos», lamenta.

Durante un permiso en Avilés para visitar a su madre, sufrió un bombardeo de la aviación rebelde cuando ayudaba a unos heridos a la entrada de un refugio. Perdió un pulmón y sufrió daños en el ojo izquierdo. «Me recuperé rápido y regresé al frente», subraya.

Sin embargo, la situación comenzaba a ser insostenible para los republicanos. En plena debacle, el Partido Comunista organizó la evacuación de centenares de niños, entre ellos cinco hermanos de Gregorio: Adolfo, Paco, Carmen, Manuel y Mercedes. En septiembre de 1937 zarparon desde El Musel con dirección a Saint-Eser (Francia), para acabar en Leningrado, vía Londres. «Me enteré cuando estaba en el frente; no pude ni despedirme. Nunca más volvimos a estar todos juntos», recalca.

Los bombardeos sobre Gijón y Avilés se intensificaron. «Un teniente me dio permiso para visitar a mi madre. Mi calle parecía un paisaje lunar y pensé que ella y mi hermana de 3 años habían muerto, pero estaban bien», afirma emocionado. No regresó al campo de batalla. Un día después se inició la evacuación del frente. Gregorio y su madre intentaron embarcar, pero prefirieron refugiarse en las Cuencas.

Se inició de este modo un calvario para ellos. Poco después, su madre, que había formado parte del Comité Antifascista de Avilés, fue reconocida por un grupo de falangistas de San Esteban. Tras librarse in extremis de ser fusilada en el pinar de Salinas, fue recluida en San Esteban, en los almacenes de Gurín. «La visité allí, y me detuvieron», comenta. Luego fue confinado en un campo de concentración de Candás, en la fábrica de conservas Alfageme. «Nos pusieron a construir la carretera del cabo Peñas», rememora. Se escapó.

Su madre había sido trasladada a la cárcel de Pravia, estando embarazada de mellizos. Él, por su parte, se vio obligado a abandonar de nuevo San Esteban tras sufrir una paliza cuando recogía carbón en las vías del tren. «Hui a Galicia con mis abuelos. Allí me reencontré con mi padre y posteriormente con mi hermano. Mi madre fue trasladada a Bilbao», comenta.

Inició entonces un periplo por España junto a su progenitor, ganándose la vida cómo podían y alternando períodos en prisión. Su madre fue puesta en libertad, junto a sus mellizos, tras cuatro años de reclusión, y Gregorio regresó a Galicia, donde participó en la organización de la resistencia antifranquista. Allí conoció a su esposa, Fina López.

En 1946, decepcionado por la decisión de los aliados de no intervenir en España, se exilió en Francia, donde ya estaban su hermano y su padre. Durante cinco años trabajó allí y ahorró para comprarse un pasaje junto a su mujer y su hijo, Carlos, con destino a Sudamérica. En 1960 intentó entrar España sin éxito. Fue detenido en Irún y devuelto a Francia después de varios días. Luego, tras obtener pasaporte, volvió a viajar a Asturias y Galicia. Volver a vivir en su pueblo dejó de ser una opción. «Hice mi familia en Francia con mi esposa, con la que compartí 61 años», subraya. Actualmente, sólo viven cuatro de sus hermanos.

El 17 de abril Gregorio volvió a sentir la brisa del Cantábrico en el Garruncho y a pisar San Esteban, ese lugar que como él mismo escribió: «Fue en este pueblo de mi niñez/ de juegos, de amor y trabajo/ lo que en mi vida más me ha marcado».

De casta le vino al galgo. El padre de Gregorio, José, había sido emigrante en América y a su regreso fue alistado en la Legón Extranjera francesa. Tras conocer a su mujer en la cárcel de Guernica, se asentó en Muros, donde la familia quedó marcada por el estallido de la Revolución del 34. Cinco de los hermanos terminaron en Rusia, donde también murió su madre.