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Favila, un hijo predilecto de Grado que pinta mucho

El artista celebra con orgullo la distinción en su pueblo natal, "un paraíso" en su infancia y donde forjó su vocación en el taller de su padre

Amado Hevia, "Favila", en el parque de Arriba de Grado. SARA ARIAS

Hay en la obra del pintor y escultor moscón Amado González Hevia, "Favila", una constante, el dinamismo. Lienzos en los que los personajes están en movimiento. La vida en un cuadro. Un rasgo que le ha acompañado en cada uno de sus trabajos pese a haber evolucionado en temáticas, y lo enraíza todo en el mercado tradicional de Grado. "Despertar en ese ambiente y vivir ese trasiego de mercancías, ganados, todo ese frenesí y ese barullo creo que es lo que ha hecho que pinte la vida en movimiento", destaca el artista, que será nombrado hijo predilecto de Grado el próximo 16 de marzo.

Grado es también una constante en la vida de Favila. La distinción es un orgullo para él, "por ser lo más importante que te puedan dar, que es el reconocimiento de tu pueblo, es lo más humano y entrañable y lo vivo con cariño". Un pueblo al que sigue muy apegado pese a vivir desde los 12 años en Avilés. Su infancia fue muy feliz: "Lo recuerdo como un paraíso".

Con LA NUEVA ESPAÑA recorre, mientras relata su biografía, los tres lugares claves de Grado en su vida y que le gustaría pintar: la plaza de La Blanca, El Pénjamo y el parque de Arriba o prau Campo, como era conocido en su niñez. Allí, había batallas campales a pedradas entre los niños de las distintas zonas de Grado. "Y nunca pasaba nada", ríe. Favila nació en El Pasaje pero desde bebé se crió en El Pénjamo, en el portal de foto "Blanco", frente a la iglesia y cerca de "El Infierno", la célebre y extinta sidrería moscona. Pero el pequeño Amado no pasaba mucho tiempo en casa, si no en la calle jugando o intentando ser inventor. Fabricó con los amigos una bomba fétida. El experimento salió regular y el olor no abandonó ni El Pénjamo ni la iglesia durante día. Quisieron emular al satélite ruso "Sputnik" y lanzaron el "Moscón I" al espacio. "Tenía los materiales de un juego de química y a mi primo Eduardo Blanco le gustaba la Ciencia, así que primero probamos con alcohol y voló unos metros, luego con carburo dio un bote, y no sé quien dijo que la pólvora mejor. Yo tenía el azufre y otros materiales que valían, compramos unas pastillas para la garganta en la farmacia y otros componentes y lo fabricamos en plan industrial", explica.

Un kilo de pólvora negra en un bote, una mosca recién cazada a bordo y un paracaídas de papel para el ingenio, que pasearon en andillas por Grado como los rusos y americanos. "La mecha quemó y yo no quise acercarme. Entonces dijo mi primo 'tírolo yo' y hubo una explosión tremenda. Él acabó con un trozo de metralla en una nalga, y 14 puntos", comenta a carcajadas.

También pasaba tiempo en los numerosos negocios que había en la época, como el taller que tenía su padre, el también pintor Amado González, frente a la posada "La Cloya". En él nació la vocación de Favila, entre los cabezudos de las fiestas en reparación, el olor de los pigmentos, aglutinantes, esencia de trementina o aguarrás, las carteleras del cine y un sinfín de encargos más. "Lo que viví era una especie de ambiente renacentista, con pintura industrial y pintura artística, hacían de todo, y una característica que me lo recuerda es que recibían encargos de la Iglesia, y algo de particulares, me prestó mucho vivir ése ambiente".

Fue su ópera prima, por decirlo de algún modo, una bruja que vio entre las formas de la pared de mezcla de tinturas para obtener los colores. "Esas manchas las veía y podía sacar una figura, recuerdo haber visto la bruja y me puse a pintar para concretarlo". Pero la conciencia como pintor la adquirió con trece años, cuando acabó su primer lienzo en blanco: "Yo esto lo firmo", comenta que pensó.

Fue en ese tiempo cuando la familia se trasladó a Avilés, donde el padre y su socio establecieron el taller "Masti", que duró décadas, y donde iba todos los días a comer. Y el almuerzo era material pero también espiritual, seguía empapándose del trabajo del taller, del ambiente de alquimia que se respiraba. Y pronto su padre lo envió a estudiar en serio con el artista Vicente Santarúa, quien le preparó para entrar en Bellas Artes en Valencia: "Él estudió allí y dejó como un pasillo abierto y yo, aunque estaba más conectado a pintores del norte, con una pintura muy guapa y sobria, también seguía los pasos de Sorolla y otros pintores del Levante".

Le costó trabajo dominar el color. El gris de la constante lluvia asturiana seguía en sus pinceles, dejándole una secuela hasta hoy: En los días muy, muy claros no sale a pintar. En aquel tiempo le tocó acabar el COU en paralelo porque los estudios de Artes pasaban a la Universidad, cuando ya era "más pintor que estudiante". En Valencia también conectó con algo hondo, que le devolvía a la infancia en el taller de Grado, las fallas. "Tenían esa reminiscencia con los cabezudos y las carrozas de Santa Ana y Galiana y las fallas veía todo el año mientras las preparaban, aunque nunca las vi quemar porque nos daban vacaciones".

Se licenció, empezó a organizar exposiciones y a dar clases en la escuela de Artes y Oficios de Avilés. Y así sigue. Enseñando y pintando, a lo mejor tocando el saxo un rato porque la música es otra de las artes presentes en la vida del pintor. Como la reflexión, el trabajo con sosiego, dejando un lienzo para otro día, para rematar. Favila habla de la "intuición adiestrada", el trabajo con formación en la base pero en el que el cuadro no pierda la emoción, que el pincel siga su camino. "Pintar de forma intuitiva, pensar, apartarse y decir, esto lo dejo para otro día".

Lo que no ha dejado el pueblo moscón para otro día es distinguirle como hijo predilecto porque el pintor, además de hundir parte de su arte en la vida tradicional que conoció en su niñez y juventud, siempre ha llevado con orgullo su pueblo allí donde ha ido. Por eso marzo, será el mes de Favila en Grado.

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