Dicen los expertos que el voto nulo, el voto en blanco y la abstención tienen en la práctica el mismo efecto en los procesos electorales: ninguno. El que elige una de estas tres modalidades -meter una papeleta cachonda u ofensiva, entregar un sobre sin nada dentro o quedarse en casa- está quizá manifestando de distinta manera su descontento o su indolencia pero, a efectos prácticos, lo que viene a hacer es aceptar lo que los demás deciden sobre quién se lleva el gato al agua.

Saber esto es un fastidio para quienes no están contentos con la oferta política, porque, si deciden votar, deberán elegir al partido que consideran menos malo, y si deciden no hacerlo, saben que estarán decantándose por lo que diga la mayoría.

Verse en un brete así es suficiente fastidio para alguien que se preocupa por el futuro de su país como para, encima, tener que escuchar de boca de tanta gente ese lugar común que dice que si no votas no tienes derecho a quejarte.

Sinceramente, no creo que sea tan sencillo. Imaginemos a una persona que está a favor de la oficialidad del asturiano y, al mismo tiempo, de una economía liberal. No puede votar a un partido que defienda ambas cosas porque no lo hay. Para mucha gente, votar a un partido es votar en algunos aspectos contra sus propias ideas. A veces, votar es priorizar, resignarse a cosas que no le gustan a uno a cambio de otras que sí le gustan.

Por eso, no es de extrañar que haya gente que decida no dar su voto a nadie. Decir que esta gente no tiene derecho a quejarse es, para mi gusto, bastante injusto. No creo que sea buena idea defender la abstención, pero hay un trecho de ahí a considerar que quien no vota es moralmente inferior a quien sí lo hace.