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El infierno del acoso escolar contado por un poleso: “No podía ni salir de casa”

"Una sentencia llamada Bullying" recoge la experiencia de Pelayo Rodríguez de los 13 a los 16 años

Pelayo Rodríguez, con su libro, en su domicilio de Pola de Siero. | A. I.

De manera inesperada, un día, los conocidos e incluso los que antes podían considerarse amigos, dejaron de tocar a su timbre para quedar, salir y pasarlo bien. Empezaron a hacerlo para amenazarle. La cosa fue a peor, hasta el punto de no querer salir de casa para nada. El poleso Pelayo Rodríguez lo pasó muy mal durante tres años, entre los 13 y los 16. Sus compañeros de instituto le acosaban hasta un punto en que no podía más. Ahora, a sus 21 años, lo cuenta en un libro titulado “Una sentencia llamada Bullying”.

Habla de ello porque sabe que para que no se repita no le queda otra. Él vivía en Carbayín, allí fue al colegio y, con la llegada de la edad para acudir a la Secundaria, optó por inscribirse en un centro de Pola de Siero.

“Todo iba bien en primer curso, tuve mi primer idilio amoroso y pasé el verano haciendo planes con mis compañeros”. “Sin saber por qué”, al curso siguiente “todos empezaron a distanciarse”. Solo quedaban con él “para reírse”, pero nunca para un disfrute común que recuerda haber compartido con amigos que luego se convirtieron en algo muy diferente.

“En segundo de la ESO fue suave, un distanciamiento”. De ahí a “las burlas” hubo un paso. Al año siguiente, los problemas se incrementaron aún más. “Era el delgado y pequeño, mientras el resto se iban desarrollando”. Se quedó solo y cada vez más dolido, hasta que llegó lo peor de todo.

Estaba en cuarto curso de Secundaria, con las esperanzas puestas en que todo cambiara. No fue así, al contrario. Dejó el fútbol, donde el entrenador no le “sacaba a jugar” y optó por entregarse a su pasión, la música, la danza. “Me metí en una academia de baile, lo llevaba en secreto”, cuenta.

Su lugar de escape estaba al lado de casa, pero un día, los que le complicaban la existencia, lo descubrieron. “Salía de una clase y una de las compañeras del instituto, de las que más cizaña metía, me vio”. No tardó “ni un día en contarlo”. El timbre de su domicilio empezó a sonar varias veces al día. Después, “pasaron a picar a los vecinos”, a presentarse en la puerta de su vivienda. “Viví agresiones físicas y un acoso que sobrepasaba todas las líneas”. Incluso le llegaban mensajes “amenazadores” a su teléfono.

Rodríguez ya llevaba desde segundo curso sin salir “más que lo justo” de su domicilio poleso, al que se había desplazado dos años antes, “pensando en hacer planes con los que por entonces eran mis amigos”. Llegado ese punto, con una presión constante que llegaba a la puerta de su casa, decidió que no quería abandonarla más: “Ahí fue cuando mis padres se dieron cuenta. Cuando les dije que no quería ir a clase”.

Sus progenitores, preocupados, intentaron hablar con el colegio, con los padres de los que le hacían la vida imposible y arreglarlo todo, pero era tarde. En primero de Bachiller optó por irse a Oviedo, a hacer la modalidad de Artes. Allí se sintió reconfortado. Lo mismo que en Noreña, donde continuó sus estudios, antes de optar por un módulo de imagen y sonido, que ahora cursa en La Felguera.

Sobre lo que le pasó, saca conclusiones muy claras. “La línea entre la inocencia y el odio se sobrepasó. Lo que más me fastidiaba era que dijeran que esto eran cosas de niños”. No guarda rencor, pero entiende que los que participaron de su desgracia “deberán cargar con el peso en su conciencia”.

Todo lo cuenta en su libro, el que le animó a escribir una amiga, recientemente fallecida. Desgrana sus vivencias y busca una visión del problema que ayude a otros ante un mal que sigue ahí, “por mucho que se hable de él”.

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