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El último pintor bohemio, en su “castillo” de Siero

Carlos Sempere, el paisajista de los Picos que llegó a Asturias por una postal: “Viví cuatro años en un coche y me lavaba en el río”

Carlos Sempere, ayer, en su taller. | A. I.

Tocar música en la localidad de Alcoy, en Valencia, ganar “más dinero que un torero” haciendo réplicas del Museo del Prado, desencantarse, enamorarse de los Picos de Europa por unas postales de un viaje de novios, vivir en un coche, lavarse en el río, cambiar cuadros por comida en un comercio de Potes y pintar, sin saciarse, en un caótico taller cuya ventana lame un gato al que rescato. Ese cúmulo de acciones y sus circunstancias confluyen en la existencia de Carlos Sempere, el último artista bohemio, al menos, en el sentido más clásico de la palabra: “Hoy en día no hay artistas porque nadie arriesga. Todos los que conocí que pintaban de lunes a viernes, están jubilados con casas y locales”, señala el pintor.

Sempere, pelo cano, chaqueta de lana verde, ambiente desordenado y frío, basa su día a día en eso, en levantarse, “tomar un café y pintar”. Esa es su “razón de ser” y lo que le permite disfrutar de “una vida plena”. Vive en La Malena, en el concejo de Siero, en una casa que recuerda a algún garabato de “Una serie de catastróficas desdichas”, el serial de libros escrito Daniel Handler bajo el seudónimo de Lemony Snicket, e ilustrado por Brett Helquis.

En la escalera que sube a la entrada de la vivienda, su “castillo”, la “fortaleza” en la que se aísla del mundo, una fila de macetas con plantas, “algo descuidadas”, en la ventana un gato y dentro, pinturas, más y más pinturas, una pila de vetustos compact disc, una figura de un perro, una lata de cerveza y pinceles, muchos pinceles.

Ahora Carlos Sempere, uno de los mejores paisajistas españoles de la actualidad, está ahí en La Malena, pero su historia comienza en Alcoy, donde lo nacieron, en el año 1958. “Llevo pintando desde que nací, como quién dice”, relata Sempere, que en sus primeros tiempos asegura que ganaba “más dinero que un torero haciendo réplicas de pinturas del Prado”. En Madrid, recuerda haber vendido obras a buena parte de la farándula de la época, incluida la cantante Rocío Jurado o el futbolista Emilio Butragueño. Alternaba con algunos de estos famosos por las noches, comentando el arte y ensayo que es la vida.

Pinceles, flores y una cruz sobre la mesa de trabajo.

Un día, tras acabar el servicio militar, un amigo suyo le trajo una postal de los Picos de Europa. Y se enamoró. “No me llenaba dedicarme a hacer las réplicas y cogí y me vine a Potes”, en Cantabria. Según cuenta, vivió allí durante cuatro años “en un coche”, lavándose “en el río” y cambiando “cuadros por comida en el supermercado”. La vida bohemia a la que cantó Charles Aznavour. Pintó por primera vez el Picu Urriellu, “una mole de piedra en la que nadie había reparado”, y desde entonces lo considera casi como a un hijo.

Al final, tras comprar una casa en Potes, acabó desposándose y viniendo a vivir a Siero, donde ya lleva residiendo más de tres décadas, aunque, en realidad, siempre anda a caballo entre su domicilio y los Picos de Europa, que retrata de una manera hiperrealista. “Ahora ya estoy mayor y solo voy con la cámara, no me paro a pintar allí”, confiesa.

El exterior de su vivienda, en La Malena.

Carlos Sempere asegura que es feliz con lo que hace, aunque reconoce que para él, pese a que es padre y esposo, “antes va el arte que la familia”. “Y lo siento mucho”, añade. El confinamiento se le pasó rápido y los días también van cayendo de la misma manera, casi sin darse cuenta. Cualquier cambio en la luz o la aparición de la niebla le inspiran para volver a insistir en paisajes que quizá ya ha pintado en varias ocasiones. “La gente me dice que debería cambiar a otro estilo, pero les digo que lo haré cuando lo que vea en el exterior sea lo mismo que ya tengo pintado”, resalta el artista. La esperanza, para él, simplemente consiste en poder exponer sus trabajos, en mostrar su obra para que la gente lo descubra: “Ahí está el ego del artista. Ya no es que la gente la compre. Me gusta que la observen y me doy cuenta de que cada uno saca sus conclusiones y se conmueve de una manera”, señala. “Me gustaría que cada persona que mira mis cuadros me lo dijera. Pero muchos no quieren”, lamenta.

Su renuncia a lo material queda patente al observar su forma de vida. Con poco es feliz. Pintar, una escapada de vez en cuando al Molinón o al Tartiere, “para empatizar con los amigos” y “una cajina de sidra”, que también ayuda. Así pasan los días del que se considera a sí mismo el último artista bohemio, en su “castillo” de Siero, en su caótico taller, con un gato lamiendo su ventana.

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