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Se nos fue la voz de Julio Veiga

En memoria de una bella persona, técnico de minas, maderista, cantor y actor de teatro, que fue todo un referente en la vida del concejo tevergano

Julio Álvarez. | C. P.

En estos días, se me van los amigos del alma y ni siquiera me dejan acercarme a sus ataúdes para decirles adiós y el abrazo postrero: Alberto Polledo, librero y escritor; Luis Balagué Carreño, jinete sobre dos ruedas por las carreteras galas y españolas; y Julio Veiga, aquel hermano que conocía lo más íntimo y profundo de una sincera amistad.

La muerte. Esa enfermedad que llevamos con nosotros desde la infancia hasta el último hálito de la vida entra en nuestras casas por la puerta falsa sin importarle ni el día ni la hora ni la estación del año. Así. Se planta en medio de la vetusta cocina tan llena de emociones y recuerdos y nos lleva sin mediar palabra al País de siempre y un día.

No la aceptamos en “seronda” con la caída de las hojas que es el tiempo donde más almas se van, pero morirse en primavera es un zarpazo de guadaña que ningún humano merecemos. A estas horas, Veiga de San Salvador de Alesga tendría que ser una fiesta con la balada de un río alborozado con sus aguas cristalinas plenas de nieve, cientos de pájaros cantando alrededor de sus nidos y las margaritas creciendo por todas parte.

Julio Álvarez, “Julio Veiga” para todos, tendría que estar esta tarde sentado en el banco al lado de la panera contemplando Presorias y los últimos lienzos de nieve en Peña Viguera, modelando la madera de artesano o contándome los tesoros de la gruta de Covarrubia donde quería llevarme un día; marcando el paso, con la mente, en la explanada de Gamones del Ferral del Bernesga; las leyendas y anécdotas del barrio de La Reguera en Fresnedo, su pueblo natal; mirando fijamente cuando la flecha de la espiral coincidía con la planta cero del pozo La Aragona por cuya caña tanto personal y toneladas de carbón subían y bajaban; cuando talaba un bosque de castaños y sabía con exactitud pasmosa los años de vida de cada árbol; cuando interpretaba, con suma gracia, el papel que se le encomendaba en una obra teatral haciendo reír al público asistente. Pero sobre todo, cuando cantaba como un malvís en la coral, junto a sus compañeros, con su voz apasionada de tenor entonando esta o aquella melodía.

Toda una vida preciosa y preciada. Una vida plena de imágenes y de sonidos. Un hombre de bien. Justo y querido. Buen mozo. Guapo. Bella persona. Todo un referente y una existencia ejemplar para los que vienen detrás. Nos queda la tortilla que Ita nos iba a cocinar para nuestra excursión veraniega a la braña de Cuevas. Pero todo llegará. Un abrazo y descansa en paz, hermano.

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