Me hago eco de la noticia facilitada por la agencia «Efe» que publica LA NUEVA ESPAÑA bajo el título «Cinturón de castidad para las masajistas en Indonesia». La nota es escueta, no añade mucho más que no sepamos, como el hablar de los derechos de la mujer, de que no haya equívocos en la real profesión de masajista o de intentar acabar con la prostitución en dicho país. A partir de ahí, los calenturientos de mente, pueden, podemos, hacer todo tipo de especulación, por ejemplo, cómo puede ser ese cinturón en el siglo XXI, si de hierro como en la Edad Media, si de cuero con el fin de no provocar heridas y evitar la corrosión, la posibilidad de hacerlo de PVC o, puesto que se trata del Oriente lejano, como decía la canción, la utilización de un chip, o mejor chivato, que suene ante la incorrecta utilización del ustedes ya saben. Pues eso, divaguen, que para eso Dios nos dio la cabeza y no sólo para llevar boina.

Hace muchos años, más de veinte y cuando era rico, tuve la suerte de hacer un viaje a Escandinavia. La primera escala fue en Suecia, y la segunda, en Finlandia. Cuando llegamos a Helsinki, dos compañeros de viaje, ya entrados en años por cierto, habían elucubrado el visitar una sauna finlandesa. Uno no tenía problema alguno en cuanto «perro que le ladre», porque iba solo, pero el otro algo debió de contarle a su mujer para obtener la autorización «marital». Me acuerdo de su marcha como si fuese ahora mismo: les estoy viendo con una cara que irradiaba, ¿qué irradiaba?, desde felicidad hasta concupiscencia. En el hotel donde parábamos les dieron la dirección de una de las saunas, debidamente anotada en un papel, a fin de enseñársela al taxista. Y allá se marcharon.

No sé cuánto estuvieron por allá, pero también recuerdo su entrada en el hall del hotel: estaban desconocidos. Vamos, que no les hubiese reconocido ni la madre que los parió. El cutis era otro y resplandeciente, les habían cambiado hasta el peinado, venían erguidos, vamos, hechos unos mozos. Y yo pensé: «¡Vienen nuevos!». El mayor de los dos, quizás el que estaba más rejuvenecido, se acercó a mí y, sin mediar otra palabra, me dijo en voz muy bajita: «Eran hombres». En el resto del viaje, ninguno de los dos sacaron el tema a relucir, ni yo les pregunté nada sobre la sauna: prudente que es uno. A veces, claro.

Así que, cuando leí el comentario al que hago referencia en el encabezamiento, lo que realmente se me vino a la cabeza fue otra solución, quizá más compleja y difícil de llevar a la práctica: a la entrada de las salas de masaje en Indonesia, ponerles el cinturón de castidad a los clientes. Porque ¿qué culpa tienen las profesionales del masaje que a su puerta «toquen» los vulgarmente conocidos por salidos?