La Payona, un espléndido paraje de las Cuencas, lleno de hospitalidad y sosegante silencio, no es el mejor sitio para hablar del ruido. Resulta curioso como, apenas a ocho kilómetros de aquí, el sonido de la vida puede cambiar tanto. Eso les decía a mis anfitriones, Berta y Claudio, quienes me aseguraban que cuando uno se acostumbra al silencio, el ruido del progreso resulta insoportable. El ruido es uno de los muchos excesos consustanciales al desarrollo. Ahora, de forma acertada, lo denominan contaminación acústica, porque, al fin y al cabo, el ruido no es más que una invasión del aire. Y quizá por eso, por ser invisible, el ruido ha sido uno de los excesos del progreso más tardíamente combatidos. Por eso y porque en una sociedad cada día más autista, tal cuestión nunca ha sido percibida como un auténtico problema, sino, más bien, como una melodía de fondo que ya forma parte de nuestro decorado vital. Cada día generamos más ruido porque, también cada día, nos incomoda más el silencio, que erróneamente hemos interpretado como el sonido de la soledad. Así que ese silencio se nos vende en paquetes turísticos de fin de semana que consumimos para apartarnos del mundanal ruido. ¿Les suena la expresión de «mundanal ruido»? Claro que sí, porque ese eslogan es el resultado de una errónea convicción social según la cual el mundo en que vivimos no existiría sin el ruido, o sea, que el silencio es la excepción a la regla.

Combatir el problema no resulta nada fácil, ya que los niveles de tolerancia sobre esta cuestión se me antojan un tanto elevados. Cierto es que se han dado tímidos pasos. Y es que, hasta no hace mucho, encontrar una ley o una sentencia en la que se considerase el ruido como una perturbación en la calidad de vida de los individuos era poco más que imposible. Lo mismo cabría afirmar sobre la respuesta ofrecida por nuestras administraciones públicas, que son ahora mucho más sensibles al tema que en un pasado no tan lejano.

Todos somos responsables de este problema, si bien, en muchos casos, nuestra implicación para combatirlo pasa por huir de él en vez de contribuir a erradicarlo. A los poderes públicos les queda combatirlo desde la prohibición sancionadora, que es la forma de combatir estas cosas, ya que nuestro nivel de compromiso cívico no está tan desarrollado como para prescindir de estas amenazas, de las que aún dependemos para concienciarnos.

Lo cierto es que resulta complejo combatir un problema cuando nuestra postura ante el mismo depende de la posición que ocupemos. Y así, el ruido se nos antoja molesto e insoportable cuando nos convertimos en consumidores obligados, pero, en cambio, se nos antoja tolerable cuando somos, precisamente nosotros, quienes lo generamos. Y es que todos somos, a la vez, jueces y partes.