Llegó'l dolor como un airón foín / y arramplónos con too. Y eso que malpenes / quedaba cuasi nada.

A la vuelta de las vacaciones la Fundación Marino Gutiérrez y el Ilustrísimo Ayuntamiento de Langreo nos han obsequiado con un inesperado y gran concierto del tenor Joaquín Pixán. Se trata del estreno en Asturias de la reedición pianística del trabajo orquestal «Madre Asturias» (1984), siempre sobre textos del escritor langreano José León Delestal y música de Antón García Abril.

El segundo lustro de este siglo recién estrenado está resultando especialmente fructífero para la canción popular asturiana. Sin saber muy bien la razón, a partir del año 2006 constatamos la aparición de todo tipo de publicaciones centradas en temas folclóricos.

En tal sentido, un artista a medio camino entre el folk y la canción ligera pone en el mercado un trabajo discográfico con vocación de radical transformación de la tonada asturiana. Tal cantautor, en la conocida Gala de la canción asturiana del 2007, presenta como retumbante novedad lo que él denomina el primer intento de operización de la asturianada. Ya en el año 1995, Joaquín Pixán, en su vernáculo disco «Momentos inolvidables de Asturias», había interpretado, junto a la envolvente voz de la mezzosoprano Lola Casariego, los temas «Atapeciendo» y «Adónde vas a dar agua». De un plumazo, el cantor de Cangas cerró un siglo de diálogos cantados en la más exquisita tradición, inaugurada por Visitación Bayón y Mariano Cabal, y madurada por los irrepetibles maestros Diagmina Noval y Alfredo Canga. Ambas canciones son la esencia de la interactuación preoperística entre una mujer y un hombre.

Surgido de sectores cercanos a la música culta, esto es, del mundo de la composición musical, se publica en el año 2007 un «Cancionero de ayer», guiado, al parecer, por una idea genial que nadie había alumbrado hasta ese momento: encontrar nuevos desarrollos armónicos para textos literarios en bable. No es menester decir que este firme propósito de potenciar «la canción asturiana de autor» no fue más allá de un libreto que, hasta el momento presente, nadie osó cantar. Por el contrario, desde 1980, Joaquín Pixán no ha dejado de entregarnos obras acabadas con las inspiradas aportaciones originales o transcriptivas de nombres tales como Vázquez del Fresno, Antón García Abril, Ramón Prada o Jorge Muñiz; entregas que han empujado la canción asturiana por las sendas más elevadas y sublimes del mundo lírico.

Aunque podríamos enumerar más actitudes, esta Asturias musical, usurpadora de conocimientos y oportunista en los actos, inconscientemente se ha hecho un descarnado retrato oficial en la primera y muy reciente exposición sobre la asturianada. Una muestra con algunos méritos, como el despliegue de medios por parte del Ayuntamiento más generoso con la asturianada, la didáctica integración de la misma en las músicas del mundo y la reparadora ubicación de Xuacu, El Mara, Laudelino, Silvino y Orestes, tiene, empero, muchas papeletas para convertirse en una auténtica aberración museológica e histórica. Sin entrar en el primer aspecto, diremos que, si bien son inaceptables las omisiones de la vitrina bibliográfica (el historiador Luis Arrones, el musicólogo González Cobas), también de los compositores (Vázquez del Fresno, Jorge Muñiz) o de hitos históricos como la guerra civil o la modernización española de los años sesenta (mejor que la recreación lúdica de una capilla extranjera hubiese sido la instalación de un Seat 600 desparramando esencias de la tonada junto a una basílica de Covadonga de cartón piedra), la ausencia de un retrato, un disco o, al menos, el nombre de Joaquín Pixán no tiene justificación salvo si nos sumergimos en las torcidas y criminales elucubraciones previas a toda forma de envidia.

Pero tanto despropósito se hace más hiriente cuando descubrimos el sentir despectivo e insolente de aquéllos considerados por muchos como los más sabios, como los poseedores de unas herramientas científicas fundidas en la colada de la mejor historia, que exigían del cantante, además de unas condiciones portentosas, una planta de ilusorio galán, un alto consumo de kilómetros y que fuese benefactor dadivoso de un coro continuo de gargantas sedientas. Qué ciegos estuvimos ante los mentores de una asturianada épica cuyas fabulaciones la convirtieron en una asturianada grandona y putera, reacia a reconocer el virtuosismo apabullante y temerario de Pixán en la interpretación de temas ancestrales como «La mio neña», «Soi pastor», «Paxarín parleru», «Pasé'l puertu Payares», «Virxen de Covadonga» o el inefable «En toda la quintana».

Pues bien, la paralizante envidia de los primeros y la borrachera romántica de los segundos se diluyen en la misma sustancia que reduce el canto a una mísera quietud, a una exasperante pobreza. Frente a ellos, Pixán nos entregó a todos, como vamos a ver, la riqueza inherente al simple, esforzado y luminoso movimiento.

Desde esas Asturias parceladas, hacedoras de concursos donde ora sentencia uno ora juzgan cuatro ora lo hace el publico, y vuelta empezar, invitadoras de conferenciantes tartamudos, componedoras de una industria musical endogámica, siempre atrapadas en la repetición incesante del presente, no han hecho sino agotar la canción asturiana. De igual modo, el purismo más radical, trastornado por un pasado fabuloso y romántico, ha detenido la maquinaria musical asturiana en una suerte de extática parálisis. En sus cien años de imitación, todos han apurado y desgastado los engranajes melódicos del canto, convirtiéndolo en un harapo escuálido del pasado, en un residuo casi inerte e inservible para un nuevo siglo.

Frente a los que nada hicieron por alimentar la casa común de la canción, resplandece entonces el hombre que trabajó para recibir en su hogar asturiano a García Abril, Luis del Olmo, Vázquez del Fresno, Alfredo Kraus, Manolo Quirós, Francisco Rodríguez, Ángel González, Berta Piñán, López Cobos, Baldomero Fernández, Moreno Torroba, Paolo Tosti, León Delestal, Nené Losada, Amador Fernández, González Cobas, José Legazpi, Benito Lauret, José Ángel Hevia, Juana Peñalver? En la sequedad orográfica y la desolación vegetal del páramo no hay lugar para los escondites. Las personas y sus actos se intuyen, el simple esbozo nos denuncia, el ademán ya sirve, la verticalidad nos persigue, la visión en perspectiva se rebela omnipresente. En esta situación, Joaquín Pixán podría decir, al igual que el gran vigía del páramo: vuestros caminos no son mis caminos.

De todos modos, debemos ser optimistas en cuanto al futuro de nuestro folclore, pues, aun empantanados en el estío cultural que está padeciendo Asturias, saludamos con entusiasmo la programación cultural de un Ayuntamiento que recoge, con generosidad y sin sectarismos, las inquietudes de entidades civiles activas y vigorosas como, en este caso, la Fundación Marino Gutiérrez Suárez. Las extraordinarias infraestructuras con que la Corporación langreana viene dotando al municipio y la exquisita sensibilidad hacia lo propio apuntan un momento de inflexión en la política cultural langreana, que romperá, sin duda alguna, con algunos episodios un tanto vergonzantes de nuestro pasado y que tuvieron por protagonista al infatigable divo asturiano.

Yo, al igual que muchos langreanos, pude escuchar a Pixán en pleno verano de 1984. El tenor presentaba entonces su arriesgado proyecto musical «Lírica asturiana» en el salón de actos del colegio PP Dominicos. Y voló sobre un público que patinaba en la comprensión de un nuevo mundo que se abría ante él, y voló sobre un imposible y adverso escenario, prácticamente anegado en un mar invisible como si los ríos Nalón y Candín hubiesen decidido condensar sus aguas en aquella saponizante humedad. Recuerdo otra visita, ahora en el teatro Gervasio Ramos de Sama, justo un 18 de enero de 1985. La surrealista imagen de un luctuoso gran piano junto a un radiador ridículo que pretendía dar calor en un teatro con más de 200 localidades, presagiaba que, en esta ocasión, el tenor tendría que lidiar con los rigores del invierno, recrudecido por la bajada térmica que impone la cercanía al más grande río de Asturias. Los espectadores, encogidos y carraspeantes, conscientes de que en un lugar así no puede acogerse acontecimiento alguno, asistieron a un espectáculo único no tanto por la disipación comunitaria que siempre producen las coplas asturianas como por una espeluznante interpretación del «Vorrei morire» y, sobre todo, de un «Ideale» que todavía hoy me sobrecoge.

Ahora, en este otoño cultural donde lo hermoso se muestra más quieto y maduro, donde la luz se proyecta más humana y racional, he llegado a pensar que la música asturiana ya no necesita ser cantada. Custodiados desde hace décadas en las vitrinas del hogar madrileño los más altos registros, las luchas ganadas, los coros bien acoplados, las notas más dulces, los múltiples episodios de conmoción colectiva, el tenor de Cangas ya no tiene la necesidad de cantar la música asturiana. Pulidas sus aristas durante tres laboriosas décadas, la canción asturiana, en la garganta de Pixán, ha llegado a tal forma de pureza que merece el preventivo alejamiento de las corruptibles tensiones fisiológicas de lo humano. Veo con claridad, ahora más que nunca, que la asturianada reaparece como un canto para ser contado, para ser dicho, para ser novelado, para ser explicado en el aulario de un nuevo siglo. El pasado 14 de septiembre de 2008, en el Nuevo Teatro de La Felguera, donde por fortuna no sucedió nada especial, alguien comenzó a hablar como Dios.

-Ya quisiera Dios. Pensé para mí, repitiendo las mismas palabras empleadas por Isaías cuando sentenciaba las virtudes del gran Friso, el mejor músico de Celama.