Hace 40 años en Blimea había un castillo, ¿A que suena bien? Pues es verdad. Los más viejos lo conocieron lleno de vida y seguramente los más jóvenes volverán a verlo restaurado algún día aunque ahora parezca imposible. Estaba en La Cabezada, que fue en otro tiempo un topónimo importante; hasta 1837 daba nombre a lo que hoy es San Martín del Rey Aurelio y era uno de los cuartos en que se dividía la obispalía de Langreo junto a Riaño, Ciaño y el mismo Langreo.

La fortaleza de La Cabezada seguramente tuvo su origen en una de las torres defensivas que los romanos construyeron para proteger la vía que bordeaba el río Nalón y que tras una larga historia de abandonos y destrucciones tomó forma de castillo en el siglo XIV. Más tarde, en 1496, llegaron hasta allí los antepasados de los Fernández Miranda y lo habitaron hasta que el tiempo y la hiedra se lo comieron.

El edificio que todavía pudieron ver nuestros mayores ya no era el original; se trataba de un edificio reconstruido con una idea romántica que espantaría a los puristas pero que a mí me parecía hermoso y lleno de imaginación, como salido de un cuento de hadas, e incluso convertido en un montón de ruinas siguió guardando algo de su encanto.

Resucitar sus glorias medievales fue el sueño de don Álvaro Fernández Miranda, el vizconde de Campogrande, que se encontró con un esqueleto de piedras y levantó sobre ellas un edificio almenado de dos pisos con una torre que aunque imitaba la primitiva ya no estaba preparada para la defensa sino para la comodidad de sus moradores. Como cualquier castillo que se precie, el de La Cabezada también tenía su propia leyenda, que como seguramente esperan, paso a narrarles a continuación.

Decía tal que así: En una época no determinada habitaba el castillo un señor bondadoso y caritativo -todo lo contrario de los otros que suelen aparecer en las demás leyendas del Valle- y que había convertido su solar en un refugio de paz y piedad para los menesterosos. El noble tenía una hija llamada Florinda, hermosísima, como no podía ser de otra manera, y que traía locos a todos los infanzones del Nalón.

Ella les iba dando largas como podía, hasta que uno de los más poderosos, el señor de La Buelga, consiguió convencer a su padre para que se la otorgase en matrimonio, pero para entonces ya era tarde porque el corazón de la joven ya tenía dueño: un villano, un ningurris bueno como el pan, pero sin apellido ni dote, lo que en aquellos tiempos de sociedad estamental en la que los hombres se dividían por niveles escalonados y estancos significaba no sólo un amor imposible sino un insulto al linaje de La Cabezada.

El señor ofendido insistió en vano para conocer el nombre del pretendiente imposible que manchaba su honor, pero el amor sellaba los labios de la dama; la amenazó de mil maneras, también sin éxito, y al final, como se hacía entonces con los casos más recalcitrantes, acabó encerrándola en una de las torres de su fortaleza hasta que la prometió con el señor de La Buelga. Entonces vino el drama: ella aseguró que su cuerpo sólo podía ser del amante secreto y de nadie más y que si la obligaban a renunciar a él se mataría sin remedio.

Finalmente lo cumplió, aunque no por su propia mano. El mismo día de la boda el noble de La Cabezada pudo conocer por fin quien era el amor de su hija. Uno de sus criados se presentó ante él para anunciarle que acababa de dar muerte a la doncella cumpliendo sus propios deseos. Y en este punto se demostró el carácter misericordioso del señor del castillo pues el hombre, desesperado por el dolor, aún tuvo fuerzas para perdonar el crimen, aunque -ya saben cómo eran las cosas del honor antiguo-, el matador, cumpliendo también lo que de él esperaba la tradición, agradeció el perdón como si fuese un caballero pero cerró el círculo del dolor acuchillándose a sí mismo con el puñal que aún goteaba la sangre de su amada.

Si el suceso hubiese acontecido en nuestros días no dejaría de ser un caso más de violencia de género y las plazas de los ayuntamientos de las Cuencas se llenarían al día siguiente de ciudadanos en señal de repulsa, aunque ya ven lo que hace el tiempo, convirtiendo los crímenes en bellas historias de amor. Hay ejemplos peores, pero los dejaremos para otro día.

Ciñéndonos al argumento de la leyenda, no difiere en mucho de otras que se repiten por lo que antes se llamaba el territorio patrio, el nombre de Florinda también es común en este tipo de fábulas populares, pero lo que resulta más peculiar es la aparición como personaje secundario del señor de La Buelga, lo que quiere decir que o bien el cuento no es tan antiguo como parece o que en algún momento más moderno alguien introdujo el nombre de los que entonces eran los propietarios más poderosos de la zona.

Lo digo porque el mayorazgo de La Buelga se instituyó en 1598 por don Fernando García Argüelles, que decidió tomar como apellido el topónimo del lugar y dispuso en su testamento que desde entonces sus sucesores lo llevasen como primer apellido. No se crean que es una idea tan caduca; saben ustedes que actualmente uno de los linajes asturianos de más empaque son los Figaredo, que hasta hace apenas un siglo no eran otra cosa que la familia Fernández, cuando su patriarca decidió tomar como suyo el nombre del pueblo que le había enriquecido con el carbón.

La historia del castillo de La Cabezada en el siglo XX es tan dramática como la de su leyenda. Don Álvaro, el vizconde que había resucitado el edificio, tuvo mala suerte: el día de Reyes de 1904 echaba a andar la Sociedad Eléctrica de Langreo, lo que luego sería Ercoa, una empresa en la que el noble puso su empeño y su dinero para subirse al carro de la industrialización y los nuevos tiempos del capitalismo, como estaban haciendo algunos de los ricos de nuestras Cuencas que hasta entonces sólo habían vivido de rentas, pero un extraño accidente causó la quiebra del proyecto y de manera indirecta truncó también el ascenso del personaje, que nunca se recuperó económicamente.

En los años treinta la residencia, convertida en una de las mansiones más emblemáticas del Nalón, simbolizaba también el poder de los ricos y por su atractivo se convirtió en objetivo quienes de una u otra forma fueron teniendo el poder a lo largo de los diferentes enfrentamientos militares de aquella desgraciada década. En 1934 los revolucionarios mandados en la zona por David Antuña, Herminio Vallina y M. A. González Muñiz la asaltaron buscando armas y dos años más tarde, con el estallido de la Guerra Civil, sus puertas volvieron a abrirse a otra tropa que en esta ocasión requisó los mejores muebles.

Hace años una vecina mayor que había conocido por dentro el castillo, me contó que tenía una biblioteca bien dotada, lujosos salones tapizados hasta el techo, cuadros, armas y panoplias en la misma línea decorativa que su sueño había querido dar a todo el edificio y que el detalle llegaba al punto de que las tres habitaciones de los señores, la blanca, la rosa y la amarilla, sólo lucían en cada una objetos de los mismos colores.

También me dio el nombre de quien había ordenado que se sacasen los muebles de la vivienda. Hace exactamente 10 años publiqué otro artículo sobre el castillo de La Cabezada en el que lo obviaba, pero ahora, como me voy haciendo mayor, tengo menos reparos y ya puedo escribir lo que me aseguraron, dejando siempre la puerta abierta a que alguien exponga lo contrario. Según mi informante la operación fue dirigida por un joven y enérgico Belarmino Tomás, que se los llevó sin que pueda confirmarse su destino final.

Con el final de la contienda, un último asalto, esta vez de los vencedores que volvieron a ocupar el edificio y se llevaron la biblioteca. Entre tanto el vizconde también había padecido en sus propias carnes las consecuencias de estos conflictos con escapadas, ocultamientos y detenciones cuyo relato ocuparía otra de estas entregas. Eran demasiadas contrariedades para que alguien quisiese seguir manteniendo la ilusión por el castillo, de manera que todo se fue abandonando definitivamente.

Cuando falleció, su viuda María del Carmen Álvarez de Tejera era aún una mujer joven, ya que la pareja se había casado con una gran diferencia de edad y tuvo tiempo de rehacer su vida con unas segundas nupcias, entonces trasladó su residencia hasta Roces, a una hermosa quinta que, aunque ahora está reconvertida en una fábrica de puertas aún deja ver lo que fue y además lleva el mismo nombre de la casa: Flor de Lis. Ya ven qué cosas.