Hace ya más de la mitad de mi vida tuve la mala suerte de hacer el servicio militar en África y la buena de licenciarme con el informe habitual que incluía aquel ridículo formulismo «valor: se le supone», lo que indicaba que nunca había tenido que enfrentarme a un enemigo real. Senén González Roces, sin embargo, también estuvo por aquellas tierras, aunque le tocó nacer primero -el 24 de marzo de 1883 en Pola de Siero- y por ello llegó al Rif en plena guerra de Marruecos donde pudo demostrar que tenía el valor (que a mí todavía se me sigue suponiendo) para regresar a Mieres convertido en un soldado condecorado y reconocido: el héroe de Casabona.

Senén vivió su gesta cuando ya no era joven; pero antes ya había sido un personaje popular, conocido por sus anécdotas sobre todo en el ambiente del fútbol, un deporte que estaba naciendo en Asturias y que por ello aún carecía de toda la parafernalia que lo rodea en nuestro tiempo. En 1914 Luis Sampil, uno de los primeros aficionados, había traído de Madrid un reglamento con el que pudo echar a andar el Sporting de Mieres, que aunque no tuvo tiempo de ser reconocido por la Federación, pasa por ser nuestro primer equipo estable. A pesar de la ilusión que ponían sus componentes, decían los antiguos que su juego era tan malo y sus derrotas tan habituales, que la desmoralizada formación acabó por desaparecer.

Y luego vino el Racing CF, que ya era un club con todas las bendiciones, sus papeles en regla, sus directivos y hasta su conserje: Senén. Para conseguir aquel puesto, que en realidad englobaba bajo su denominación media docena de oficios actuales, tuvo que aprender a hacer de todo y, a falta de un modelo en las Cuencas, se desplazó hasta Teatinos, el terreno del R. C. Deportivo Ovetense para observar cómo se hinchaban los balones, se reparaban las botas, se colocaban las vendas o se hacían los masajes previos a los encuentros con aquella famosa embrocación que ya no creo que recuerde nadie.

Cuando el Racing inauguró su propio campo, el Batán, se prepararon unos fastos que duraron varios días, se hizo venir de Gijón al Hispania, el más afamado de los equipos asturianos, y sus jugadores estuvieron alojados en la villa una semana para jugar tres partidos de exhibición. El trato con los gijoneses se hizo alegremente a cambio de mil pesetas en dos pagos y sin caer en el pequeño detalle de que en las arcas del club no había más de dos duros. De modo que a la hora de la primera entrega llegó el escándalo.

Los del Racing recurrieron a uno de sus directivos, Manuel Martínez Villada, presidente de la Comisión de Festejos del Carmen, para que adelantase el dinero y éste accedió; pero el tesorero, menos deportista, no era de la misma opinión, de manera que hubo un tira y afloja que se resolvió con un acto de protesta simbólica: se dio el dinero, pero en perronas. Nada menos que cincuenta kilos de cobre que Senén cargó en un cajón de madera sobre sus espaldas acompañando a los directivos para cumplir el trato, aunque, eso sí, iba elegantísimo con un traje de gala estrenado para la inauguración, con polainas y gorra de plato en la que, por cierto, se había tenido que corregir torpemente el error de que las letras de plata que la adornaban, bordadas en Oviedo y en las que debía leerse el nombre del club, llegaron de la capital con la a cambiada por la o, así que lo que ponía era «Rocing».

Pero esta historia, que en cierta manera puede considerarse una heroicidad de andar por casa, quedó empequeñecida cuando el destino quiso que Senén González Roces pasase a la historia nacional por otra proeza, en esta ocasión tan real que le hizo figurar en el recién estrenado olimpo de la Legión.

La cosa empezó en el verano de 1921, cuando Mohamed ben Abd-el Krim el Khatabi, que así se llamaba el diablo (dicho sea a sabiendas de que actualmente no es políticamente correcto llamar así a este nefasto personaje), aprovechando la ineficacia y la corrupción de los generales españoles, logró unir a las cábilas del Rif para derrotar a nuestras tropas en el norte de África en el capítulo más negro de nuestra historia militar.

Nada menos que 13.363 muertos (10.973 españoles y 2.390 aliados indígenas) por sólo 1.000 enemigos según el famoso «expediente Picasso» que se abrió con posterioridad para aclarar los hechos, y a esto aún hubo que sumar las pérdidas de 20.000 fusiles, 400 ametralladoras, 129 cañones y todas las infraestructuras que teníamos en la zona: minas, ferrocarriles, escuelas, cuarteles, establecimientos sanitarios?

Tras el desastre vino el horror de conocer las circunstancias de la matanza y, sobre todo, los detalles del trato habían recibido los heridos y prisioneros españoles con las torturas más salvajes que una mente civilizada podía imaginar: despellejamientos, miembros machacados y cortados a machetazos, castraciones, ataduras hechas con los propios intestinos y otras acciones que definen por sí solas a quienes las cometían y que poco tiempo después pudimos ver de cerca en la montaña central tras la Revolución de 1934.

Reconquistar el territorio ya era una quimera, pero la dignidad nacional hacía imprescindible al menos intentarlo; así que la Legión recibió por fin la orden de empezar el avance con el inicio de septiembre, un mes y medio después de la tragedia, cuando, a pesar del trabajo de las brigadas de higienización, que no cesaban de abrir fosas comunes para enterrar los cadáveres, el espeso olor de la muerte invadía aún todos los rincones.

En una de aquellas acciones, el enfrentamiento de la posición de Casabona, volvemos a encontrar a nuestro personaje, el cabo Senén González Roces, quien, tras dejar el fútbol, había trabajado como municipal en Gijón y estaba acostumbrado a manejar algunas armas y por ello no tuvo inconveniente en ser uno de los primeros en alistarse cuando se pidieron voluntarios para la campaña.

Su entrada en combate no pudo ser más trágica, ya que vio caer ante sus ojos, uno tras otro, a los cinco hombres que tenía bajo su mando. Pero Senén, según el parte de la jornada, a pesar de haber quedado en solitario y estar gravemente herido en la cabeza, fue capaz de llegar hasta la posición enemiga arrastrándose por una trinchera para reducir luego a bayoneta calada a los últimos moros que se parapetaban tras un camión.

De la dureza de aquella jornada dio testimonio el propio Francisco Franco unos años después, cuando preguntado por el periodista catalán Joan Ferragut sobre el día que más emoción le había causado en la campaña de Marruecos, respondió: «Yo recuerdo siempre el día de Casabona, tal vez el más duro de esta guerra... Aquel día fue el que vimos lo que era la Legión... Los moros apretaron de firme y llegamos a combatir a veinte pasos. Íbamos una compañía y media y nos hicieron cien bajas... Caían a puñados los hombres, casi todos heridos en la cabeza y en el vientre, y ni un solo momento flaqueó la fuerza... Los mismos heridos, arrastrándose, ensangrentados, gritaban: "¡Viva la Legión!"... Viéndolos tan hombres, tan bravos, yo sentía que la emoción me ahogaba... Ése ha sido el día mejor para mí de esta guerra».

Con aquel balance no fue extraño que el Hospital Militar Doker de Melilla quedase saturado y los heridos tuviesen que repartirse por otros edificios de la ciudad. Senén fue trasladado a un colegio que estaba a punto de estrenarse antes de la matanza de Annual; hasta su lecho se acercó el fundador del Tercio, Millán Astray, que buscaba abrazar personalmente a los héroes que consideraba como suyos y allí le comunicó su ascenso a sargento y que iba a figurar en el cuadro de honor de la Legión; y allí conoció también el estado de sus hombres: tres muertos y dos gravemente heridos, pero también supo que él mismo había acabado con la vida de otros tres enemigos.

A su regreso a Asturias, aún convaleciente de su herida, fue tratado como un héroe y agasajado con celebraciones populares. La de Pola de Siero tuvo lugar en la Plaza de les Campes y duró dos días con sus noches, y en Mieres, donde había pasado la mayor parte de su vida, fue recibido en la estación por el alcalde Teodoro Méndez-Trelles y llevado por la multitud hasta el Ayuntamiento. En la villa pasó el resto de su existencia empleado como alguacil en el Juzgado municipal y colaborando con la Cruz Roja local, donde obtuvo otras medallas demostrando de nuevo su valentía como camillero en las epidemias que se dieron en Mieres a finales de aquella década de 1920. Aquí falleció también el 14 de julio de 1933 y su cuerpo reposa actualmente en el cementerio de La Belonga.

De vez en cuando paso por delante de su tumba y siempre prometo que le voy a recordar en esta página.

Misión cumplida, Senén.