Faltaban 10 minutos para las nueve y media de la mañana del jueves 10 de abril de 1950 cuando el tren Expreso que hacía la ruta Madrid-Gijón se salió de la vía en las proximidades de Villallana -o Villayana, como ustedes prefieran-, casi al término del concejo de Lena, provocando una de las mayores matanzas que se recuerdan en la historia de los accidentes de circulación asturianos.

El descarrilamiento se produjo exactamente sobre las «casas de Auxilio Social», llamadas así porque en una de ellas se había instalado este servicio al acabar la guerra. Se trata todavía de una curva suave y poco cerrada en sentido descendente, que en 1950 no tenía ningún tipo de protección sobre la vieja carretera nacional que unía la región con Castilla; de manera que en su caída, los vagones arrastraron unos postes de telégrafos y varios árboles pequeños de las huertas que los vecinos labraban en estos lugares comunes y que sirvieron para frenar un poco el arrastre.

A tres metros de la fachada posterior de estas casas quedó el vagón de primera, volcado y formando «un enorme sandwich»; a su lado, el de segunda, también destrozado, ya que ambos eran de madera, y finalmente el de tercera, acostado sobre un lateral a mitad del terraplén y menos dañado, porque su exterior era metálico. Mientras, sobre los raíles, estaban la locomotora, el coche-correo, el coche-cama y el vagón-restaurante.

La primeras noticias que corrieron por Asturias hablaban de una cifra de muertos que algunos elevaban al centenar, pero afortunadamente la realidad la fue rebajando, aunque aun así el desastre tuvo tal magnitud que en el mismo lugar del accidente ya fueron extraídos dieciocho cadáveres y un número de heridos de diferente consideración que pasó de los sesenta, entre los que se registraron más fallecimientos en los días inmediatos. Por si fuera poco, a la tristeza del suceso, tras conocerse la primera relación de víctimas, se añadió una inquietud que las autoridades no dejaron trascender a la población. Vamos a repasar la lista para saber el porqué de la alarma.

Figuraban en ella dos mujeres, una sin profesión determinada, llamada Celestina Zarzosa, y la otra Carolina Díaz Álvarez, esposa del inspector principal de la Renfe; seis trabajadores relacionados con el ferrocarril: José García Llaneza, factor del servicio de intervención; Félix Liras Cardeñoso, del servicio de tren de Oviedo; Manuel Izquierdo Fanjul, ayudante del tren eléctrico de Puente de los Fierros; José Cienfuegos Estrada, ferroviario de Navidiello; Modesto Albillo Blanco, factor de la empresa en Ciaño-Santa Ana, y Alfredo Navas Álvarez, mozo del coche-restaurante.

También había un industrial de Nava llamado Óscar Cocina Fabián y un ingeniero de caminos, Cirilo Benítez Ayala, y nada menos que cinco militares: el soldado Magín Polo Diego; los tenientes de intendencia Miguel Villalta Calzada y Arturo Redondo Fernández; el capitán médico de aviación Eduardo Barros León; el comandante de artillería Alfonso Menéndez de Vigo, y, además, un sargento de la Guardia Civil de Sama de Langreo, Romualdo Gómez Pardo, y dos cargos del régimen: Octavio Fernández Prendes, delegado del Combustible, de Valladolid, y Fernando Pendás García, ayudante facultativo de la Hullera Española y procurador en Cortes por el Sindicato del Combustible.

Pendás, según la crónica que se publicó sobre su entierro en Santa Cruz de Mieres, era «uno de los camaradas más prestigiosos de la organización sindical asturiana» y venía de celebrar una reunión en la capital junto a otros miembros de la jerarquía del sindicato vertical, que se salvaron porque en el momento del descarrilamiento se encontraban en el vagón-restaurante, mientras otros habían tenido la suerte de haber elegido en Madrid el coche como medio de transporte. Por si fuera poco, a medida que se iban conociendo los nombres de los heridos, que tuvieron que ser repartidos por el Hospital de la Cruz Roja de Mieres y los diferentes sanatorios y clínicas de Oviedo, no dejaban de aparecer más miembros del Ejército.

En aquella época eran frecuentes los accidentes ocasionados por salidas de vía y por el mal estado de los convoyes; sin tener que remontarse muy atrás, hacía poco más de un mes, el 4 de marzo, había descarrilado sin víctimas un mercancías entre Busdongo y Villamanín, y al día siguiente un tren con carbón entre el túnel de Pando (que no hay que confundir con su homónimo en la carretera entre Asturias y León) y la estación del Norte de Oviedo, esta vez con dos muertos, por lo que casi nadie, salvo las autoridades, se plantearon otra posibilidad que la del accidente.

Pero los responsables policiales tenían muy presente que hacía poco más de un año, el domingo 13 de febrero de 1949, un sabotaje en la línea férrea de Tarragona entre Mora de La Nueva y Els Guiamets había hecho caer un tren por el barranco de L'Asmat en el priorato de Tarragona, ocasionado 30 muertos y 60 heridos, entre ellos un comerciante norteamericano, cuyo cadáver tuvo que ser repatriado, y dos súbditos ingleses, de los que se hizo cargo el Consulado general de S. M. británica.

De aquel hecho se culpó inmediatamente a un «comando comunista» venido a España por la frontera de Francia, pero una vez dada esta información y la del entierro de las víctimas, se silenció cualquier otra referencia para quitarle trascendencia. Ésas eran las órdenes para toda la nación y así las cumplió aquí el ministro de Obras Publicas, general Fernández Ladreda, quien casualmente se encontraba en Oviedo el día del accidente y al tener conocimiento del la catástrofe se trasladó inmediatamente hasta Lena, para disponer personalmente los trabajos necesarios en el rescate.

Hasta allí llegaron también las más altas autoridades del Movimiento en Asturias, el obispo de la diócesis y los alcaldes de Lena, Mieres y Gijón, y muy pronto se llamó a todo el personal sanitario que pudo localizarse en las localidades más importantes de la región, poniendo a la vez en funcionamiento un servicio de evacuación que, dado el escaso número de ambulancias de que se disponía entonces, tuvo que completarse con vehículos militares e incluso con la incautación de todos los taxis ovetenses, que «dieron un magnífico ejemplo de comprensión en su obligación».

Lógicamente, una vez atendida la emergencia médica había que informar sobre las causas del accidente, y para ello la prensa oficial recurrió a los técnicos ferroviarios. Según ellos, lo más probable era que se hubiese debido a una desgraciada conjunción de circunstancias inesperadas: en aquellos momentos la vía se encontraba en reparación y un fallo humano unido, tal vez, a la rotura de una pieza en cualquier vagón o a una velocidad no adecuada del convoy podían haber sido las causas de la catástrofe.

Por fin, el día 9 se hizo pública la versión oficial en una entrevista que el ministro concedió al diario «Voluntad»: «Creo que la catástrofe se hubiera aminorado bastante si toda la composición del tren hubiera sido metálica, ahí tienen ustedes el hecho de que todas las víctimas se han producido en los coches de madera, en tanto los otros, incluso los de tercera que han volcado, permanecen intacto; por eso, nuestra mayor preocupación es ir con la máxima rapidez posible a la retirada de aquel material. Ahora mismo acaban de salir de fábrica cien coches metálicos, de construcción nacional, como todos los que tenemos en servicio, y que están dando un resultado excelente?

-¿Su opinión sobre las causas del siniestro?

-De momento, es totalmente imposible precisarlas. Creo, sin embargo, que debió ser algo de la vía, que, como ustedes saben, estaba en reparación en aquel sector. Acaso el coche-restaurante, que como vieron se encuentra inclinado, se saliera del raíl y su sacudida empujase a los que venían detrás, haciéndoles descarrilar. Les repito, no obstante, que aún es muy pronto para sentar conclusiones definitivas».

Luego, poco más se supo y la posibilidad de que se hubiese tratado de un atentado guerrillero se fue diluyendo. En primer lugar, porque en Asturias los comunistas clandestinos nunca habían desarrollado acciones de este tipo y, además, porque los hombres del monte estaban en crisis desde que a finales de 1949 muchos se hubiesen desligado de las órdenes que llegaban desde Francia. Por si fuera poco, el 7 de febrero de aquel 1950 la resistencia organizada en Asturias había sufrido su golpe definitivo con la muerte en el Nalón de Manolo «Caxigal» y otros seis compañeros -el grupo más fiel a las directrices del partido- y las partidas aisladas que quedaron en los montes eran tan débiles que acabaron desapareciendo tras un goteo constante de caídas que se prolongó hasta 1952.

Hoy podemos concluir afirmando con seguridad que el accidente de Villallana no fue más que eso: un accidente sufrido por un convoy en el que por diferentes circunstancias coincidieron numerosos militares y miembros de la política regional, que tuvieron la desgracia de coger el tren aquel día. Una dramática casualidad.