Sí, es ella. No tengo dudas. No podría olvidar a alguien así. Tenía los ojos color verde esmeralda, aunque cuando la vi por primera vez no me miraron en ningún momento, ni se dieron cuenta de que yo estaba allí, ni de que yo existía, ni de nada. Nunca pensé que fuera a suceder esto.

Yo estaba acodado en la barra, esperando la taza de café muy cargado que había pedido a una camarera con síndrome de Down de no más de 15 años. Esto también lo recuerdo como si hubiera sido ayer. Iba de paso, como otras veces. Venía de Jacksonville, donde había saldado un viejo encargo, donde había cobrado mi oscuro cheque y de donde había puesto pies en polvorosa antes de que fuera demasiado tarde. Para cuando algún testigo nocturno de mi macabra obra llamara a la Policía yo ya estaría muy lejos.

Ahora estaba en la sucia cafetería de la estación de autobuses de Saint Simons. Frente a mí tenía a una camarera rubia que masticaba chicle mientras se miraba el esmalte rojo y gastado de sus uñas. Al fondo de la barra estaban aquellos ojos color verde esmeralda, somnolientos, turbios, tristes.

Los mismos que ahora están cerrados. La chica a quien pertenecían tenía la mirada tan perdida que me hizo sentir escalofríos. Sé que le parecerá extraño que alguien como yo sienta escalofríos por una mirada.

Hasta que aquellos ojos se cruzaron en mi camino, el único clavo ardiendo al que me había agarrado era la botella de bourbon que yacía arrumbada y medio vacía en el asiento del copiloto del Airflow negro que había venido conduciendo por la autopista 95, a través de la noche. El coche estaba ahora en el solitario descampado frente a la estación, solo, como yo, rodeado de mala hierba. Un poco más lejos, junto a la puerta de salida, había un taxi en cuyo interior dormitaba un hombre negro con gorra de plato, sentado al volante. La noche estaba tocando a su fin, a juzgar por las débiles luces rojizas que empezaban a abrirse paso por entre hilos de nubes. Sabía que estaba a punto de llegar el autobús proveniente de Florida con destino a Chicago. Conocía a algunos de los chóferes que cubrían esa ruta. Solíamos encontrarnos siempre en la cafetería de la estación. Saint Simons era un lugar de paso, donde nadie se quedaba y de donde nadie se marchaba, donde sólo a veces subía un anciano negro repleto de bolsas de plástico, una mujer sola, un fugitivo, un ser solitario, una sombra, qué sé yo, radiografías nocturnas de la soledad. Sólo yo tuve el valor de marcharme de Saint Simons. Los chóferes me conocían porque más de una vez alguno de ellos me había encargado que les hiciera algún trabajo discreto, sin mucho ruido, sin mucha sangre.

La camarera con síndrome de Down me sirvió el café y me preguntó si quería azúcar. Le dije que no. Me sonrió con dulzura. Miré de nuevo a la chica del final de la barra. Sus ojos color verde esmeralda se cerraron. Después se abrieron de golpe, como si recordara algo. Se acercó el bolso y empezó a revolver dentro. Sacaba objetos que iba colocando en la barra, donde tenía un vaso vacío con restos de espuma de cerveza. Desde donde estaba no pude distinguir claramente nada. Finalmente sacó un papel doblado en cuatro pliegues, lo abrió apresuradamente, y lo leyó como buscando en él algo en lo que se le fuera la vida. Después apartó la vista del papel, levantó la mirada, lo dejó sobre la mesa, los ojos verde esmeralda quedaron otra vez fijos en alguna parte turbia e invisible que yo no era capaz de ver. Reaccionó con lentitud, y empezó a guardar lentamente todo lo que había sacado del bolso. Pareció leer de nuevo algo en el papel, y luego lo guardó con lentitud o sorpresa.

Llamó a la camarera rubia que mascaba chicle y le preguntó por el baño. La camarera buscó en el bolsillo delantero del mandil a cuadros celestes y blancos, le dio las llaves y le señaló un pasillo. La mujer de los ojos verde esmeralda se levantó, se ajustó la falda, y se dirigió al pasillo tambaleándose, cojeando. Sólo cuando se estaba perdiendo en la penumbra del pasillo me di cuenta de que sólo llevaba un zapato de tacón, en el pie izquierdo. En el que llevaba descalzo tenía una media de red agujereada en el talón.

Oí el motor de un autobús a mi espalda. La camarera rubia dejó de mirarse el esmalte de las uñas y alargó el cuello hacia el aparcamiento frente a la puerta de la cafetería. Miré el reloj que colgaba al lado de unas fotografías gastadas y amarillentas de la bahía de Saint Simons. El autobús de Florida había llegado con más de un cuarto de hora de retraso. La camarera rubia sonrió, se alisó el mandil y se dirigió hacia donde estaban las copas limpias, después fue a por una botella. Puso la copa frente a un cliente invisible, abrió la botella y echó un poco de vodka. En ese momento entró Joseph McCormick, uno de los chóferes más viejos de la ruta Florida-Chicago. Se sentó frente al vaso recién lleno y saludó a la camarera rubia. Ella lo roció con un ¿cómo estás, encanto? que pareció líquido inflamable. Bien, ¿y tú?, respondió Joseph, que todavía no se había dado cuenta de que yo estaba allí. Veo que no te acuerdas de los viejos amigos, Joss... le dije sin mirarlo.