Han tenido que transcurrir más de treinta años para que una parte de la izquierda de este país haya comenzado a darse cuenta de que el calcetín que nos abrigó políticamente los pies durante este tiempo tenía más agujeros de los que se pensaba, y que la costura de la Constitución dejaba entrever algo más que unos molestos sabañones. Cierto es que no resulta conveniente alegrarse de los males ajenos, sobre todo cuando, como en el actual caso del juez Garzón, la epidemia de una justicia burda, conservadora y politizada hasta las cejas se ha cebado con éste por pretender investigar los crímenes franquistas. Sin embargo, parece que este grave atropello protagonizado por el Tribunal Supremo, que ha admitido la denuncia de Falange contra el juez, ha servido al menos para unir a una parte de la izquierda, que está comenzado a reconsiderar antiguas posiciones, entre otras, el error de dar carta blanca a una transición que no se ha gestado precisamente desde ningún clima de concordia, sino más bien todo lo contrario: investigaciones recientes demuestran que durante ese período más de quinientas personas de izquierda fueron asesinadas por la ultraderecha.

Puestos a buscar explicaciones sobre un texto que fue redactado por una mayoría de representantes de la derecha y de la extrema derecha, cabe referirse al tantas veces mentado «ruido de sables», una frase que acabó convirtiéndose en una mordaza que ató pies y manos, si bien no es menos cierto que en bastantes casos esas ataduras resultaron a la postre favorables para quienes no tenían más ambiciones que disipar un tanto la espesa niebla que envolvió este país durante la pasada época de hierro.

De todos modos, y dado que el tiempo es el espacio entre nuestros recuerdos, pero también la soberana medicina de nuestras pasiones, mejor será dedicarse a cultivar y estimular éstas, que, por lo que se refiere al terreno político, tienen en la República uno de sus objetivos, si bien es cierto que aún lejano, pero que al menos comienza ya a ser utilizado como algo más que un mero tema de conversación, algo impensable hace aún poco tiempo.

Si echamos un vistazo a la radiografía sociopolítica de nuestro país, no será difícil darse cuenta de que la placa tiene un tono oscuro y lleno de fisuras por todas partes. No hace falta detenerse mucho en los casos de corrupción pública, en una crisis económica que, una vez más, arroja sus dardos contra los más débiles, en una reforma del mercado de trabajo que sólo es aplaudida por la patronal, o, entre otros puntos negros, en los privilegios e injerencias de la Iglesia católica para darse cuenta de que esa película contiene radioacciones de alto peligro.

De ahí la necesidad de ir avanzando hacia una III República que, al tiempo que se convierta en portavoz de la memoria histórica y en cauce de las amplias aspiraciones democráticas, posibilitando el necesario cambio social, ponga en pie el principio de igualdad ante la ley: nunca habrá una verdadera democracia si, como en el caso de la actual Monarquía, existen ámbitos del Estado que funcionan al margen de la voluntad popular.

Confiemos, pues, en ese refrán de sobra conocido -«nunca es tarde si la dicha es buena»- que indica que la ventura es siempre bien recibida. Pero, eso sí, hagamos caso también a esa frase de Zenón: «Ninguna pérdida debe sernos más sensible que la del tiempo, puesto que es irreparable». No sea que volvamos a quedarnos dormidos otros treinta años.