No lo recordarán, han sido demasiadas historias desde entonces, pero en 2005 ya les hablé de Domingo Orueta y Duarte; en aquella ocasión contándoles su relación con Howard Carter, el descubridor de la tumba de Tutankamón, y su viaje a Egipto para conocer el Valle de Los Reyes en 1924. A lo mejor, si lo leyeron aquel día, esta aventura ya les suena más.

Hoy voy a referirme otra vez al personaje, ahora en un capítulo de su vida mucho más desagradable. «Chomin» Orueta fue uno de los hombres que intervinieron en nuestra industrialización; dos líneas para resumir su biografía: nació en Málaga en el seno de una familia rica y destacó por sus inquietudes culturales, estuvo relacionado con la Institución Libre de Enseñanza y concluyó sus estudios de Geología y Paleontología en la Escuela de Minas de Madrid consiguiendo el número uno de su promoción. Cuando quiso trabajar, se empleó en una ferrería de su ciudad para adquirir experiencia y de allí pasó, ya como directivo, a explotaciones de Palencia y Matallana, ingresando el 10 de enero de 1887 en el cuerpo de ingenieros de minas del que llegó a ser Inspector General.

Luego vino a Asturias, y en Mieres compaginó su labor docente como profesor de electrotecnia en la Escuela de Capataces con su cargo de Ingeniero-Director de la Fábrica a partir de 1889, sin dejar de lado sus negocios particulares. El prestigio de Domingo Orueta, políglota, escritor, buen conferenciante y especialista en todo lo relacionado con los estudios teóricos de los minerales le hizo ser miembro de varias Academias españolas y Director del Instituto Geológico de España e incluso algunas universidades le nombraron doctor honoris causa. También tuvo tiempo para patentar un sistema de envases para el azogue de las minas de Almadén que se utilizó con éxito durante tres décadas.

En 1893, pudo abrir su propia fábrica de forja en Gijón transformando planchas de acero de Duro Felguera en herramientas con las que abastecía a muchas minas de las cuencas, y en esta industria llegó a dar empleo a 200 obreros. Residiendo en la ciudad costera se integró muy pronto en su vida social siendo el primer presidente de la Filarmónica Gijonesa en 1908; en política militó en el Partido Reformista de Melquíades Álvarez y fue elegido presidente de la patronal, que entonces se llamaba Agremiación de Fabricantes e Industriales de Gijón.

Al parecer era muy laborioso, pero inflexible en sus convicciones, de modo que cuando en 1910 los trabajadores plantearon un conflicto en torno a la reducción de jornada laboral, se negó en redondo, lo que en aquellos años de violencia le colocó en el punto de mira de los anarquistas.

A las siete y media de la tarde del 24 de junio de 1910, fue tiroteado mientras esperaba el tranvía en la plazuela del Carmen de Gijón, cerca de las oficinas que había ocupado la sociedad minera Cántabro-Asturiana, que era un lugar frecuentado por los patronos para sus reuniones. En el momento del hecho, se encontraban con él su mujer, su cuñada, el capitalista José Menéndez Álvarez y el vizconde del Puerto.

La acción fue muy rápida: de pronto se acercó al grupo un joven de unos 30 años, vestido humildemente y haciendo uso de una pistola Browning disparó sobre el empresario, que a la sazón se hallaba de espalda a su agresor, con las manos atrás y apoyando el hombro derecho sobre la fachada de un establecimiento comercial. El proyectil le atravesó el brazo izquierdo yendo a parar a la región glútea del mismo lado, pero antes de caer, el presidente de la Agremiación, que siempre iba armado, pudo sacar su revolver y disparar contra su agresor, aunque sin conseguir herirlo.

En medio de la confusión, el autor del atentado intentó ganar tiempo entregando inesperadamente su pistola a un viandante que la sujetó por puro reflejo sin saber qué hacer con ella; cuando la tenía en su mano fue detenido por la policía antes de que pudiese explicarse, pero en cuanto el ciudadano pudo reaccionar, señaló al autor de los disparos que aún no había logrado poner tierra por medio y que se dejó coger sin oponer resistencia; es más, una vez detenido, en vez de mostrar arrepentimiento, no paraba de repetir: «Lástima que no lo maté».

Entre tanto, el herido fue conducido a la Casa de Socorro en un coche de punto y allí volvió demostrar que se trataba de un hombre bragado pues se negó a recibir ningún calmante mientras le extraían el proyectil, que como estaba alojado en esa parte del cuerpo en que la espalda deja de serlo, requirió colocarlo en la más irreverente de las posturas. La escena fue tan cruda que su mujer y su cuñada, allí presentes, no pudieron soportarla y ambas tuvieron que ser asistidas en el mismo lugar afectadas de sendos ataques de ansiedad.

Una vez en comisaría se pudo identificar al agresor: se trataba de Marcelino Suárez Sánchez, un anarquista nacido en Porceyo que había tenido contactos en Barcelona con la Escuela Moderna y a la vez con los círculos violentos que proliferaban en Cataluña, y de vuelta a su tierra se había convertido en un incansable activista en el mismo Gijón y en el valle del Nalón donde había trabajado en las minas de Sotrondio.

En Sama de Langreo también había destacado por su labor como propagandista de la emancipación obrera y por hacer alarde de sus ideas disolventes y era un viejo conocido de la guardia municipal que le había detenido al menos en ocho ocasiones, una de ellas por negarse a descubrirse al paso de una procesión religiosa.

La casualidad quiso que entre los policías que lo interrogaron la tarde del tiroteo se encontrase el agente Manuel Díez, que enseguida supo quién era porque había sido cabo de municipales en la corporación langreana y no dudó en identificarle; aunque, a decir verdad, él nunca quiso ocultar su identidad, contestó sin dudar a todas las preguntas que se le hicieron y además manifestó varias veces su consternación por haber errado el disparo antes de que el revolver se encasquillase.

En su declaración afirmó que había actuado conscientemente, pero sin premeditación: «Regresaba ayer tarde de dar un paseo, cuando sorprendí en la plaza del Carmen al grupo de que formaba parte el Sr. Orueta. De pronto se agolpó a mí mente la siguiente idea: hay que negar el "yo propio" y prestarse a la defensa de los atropellos que con los oprimidos cometen los capitalistas. ¿El Sr. Orueta es el causante de la huelga que hoy en Gijón existe? -me pregunté yo-, pues lo mejor es acabar con su vida, y sin más me acerqué al grupo y disparé mi pistola sobre el Sr. Orueta. Pretendí seguir disparando, hasta agotar las municiones si preciso fuera, pero se interrumpió el funcionamiento del arma. ¡Ésta también se había declarado en huelga!».

Cuando se encontraba dando su versión de los hechos ante el juez, se produjo otro incidente inesperado: un individuo que se hallaba entre los alguaciles y los testigos que se habían citado, exclamó con voz fuerte levantando el puño derecho: «¡Valor, Marcelo!» e intentó marcharse atropelladamente de la sala, pero fue detenido antes de alcanzar la calle y al cachearle se le ocupó una libreta con diferentes anotaciones y una lista de suscriptores al periódico Solidaridad Obrera. Dijo llamarse Román Infiesta Cadrecha.

No sé cual sería la acusación en aquella época, hoy lo llamaríamos «apología del terrorismo», pero el caso es que acabó acompañando a Marcelino Suárez en la prisión incomunicada que decretó el magistrado.

El atentado contra Domingo Orueta ocupó varios días los titulares de la prensa regional y tuvo como consecuencia la detención de otros significados sindicalistas asturianos que fueron conducidos a comisaría para ser interrogados por su posible complicidad en la acción, aunque cuando se demostró que Marcelino había actuado en solitario, salieron en libertad.

Finalmente, el juicio se celebró entre el 11 y el 15 de diciembre de 1911 en Oviedo y el defensor fue el conocido abogado Eduardo Barriobero, quien consiguió rebajar la petición fiscal, que era de 17 años, hasta una condena de tres años de cárcel, de los cuales cumplió la mitad. Luego, una vez en libertad, Marcelino Suárez continuó su actividad participando con la CNT en mítines y colaborando habitualmente en las numerosas publicaciones libertarias que entonces se editaban en la región, hasta que en 1931 fue expulsado del sindicato anarco-sindicalista.

Domingo Orueta, por su parte, tardó 17 días en curar sus heridas, pero no quiso seguir en Asturias y abandonó la región dejando sus negocios en manos de su hijo para volver a Madrid y centrarse de nuevo en la Geología y la Microscopía.