No digo nada nuevo si afirmo que para muchas personas el deporte ha ocupado, y aún lo continúa haciendo, un rincón importante en su armario particular. Y que, como es lógico, también cada una de ellas entiende la práctica deportiva de acuerdo con sus propias pulsiones. De modo que en ese espejo en el que con tanta frecuencia se refleja la idiosincrasia humana, es fácil encontrarse tanto con quienes llenan su estancia interior con todo tipo de muebles, hasta con los que procuran que su gimnasio particular obedezca a criterios más racionales.

Puestos a elegir uno de los deportes preferidos, al menos por lo que se refiere a los terrenos de juego que nos quedan más próximos, sin duda que el fútbol se ha convertido en un referente fundamental. En él conviven distintas filosofías y técnicas artísticas -lo mismo sirve para contentar a los amantes de un barroco preciosista como a los que, por el contrario, son partidarios de un gótico desnudo-, pero, sobre todo, su masa social está formada, a partes iguales, por quienes aplauden desde la grada y por quienes hacen lo posible, dentro ya del campo, por ser merecedores de esos aplausos.

Y, de entre estos últimos, a pesar de que en contadas ocasiones se les reconozca su labor y, por tanto, se les recompense más con un estampido de truenos que con un laurel de alabanzas, merece la pena destacar a los que tienen la más que difícil tarea de conseguir que un encuentro se convierta en un espectáculo lúdico y no en una selva llena de peligros por todas partes.

A esta complicada labor de equilibrar pasiones -no en vano la justicia se sostiene sobre una balanza- se ha dedicado, durante bastantes años, el langreano «Mejuto», uno de los mejores árbitros del escalafón nacional. No es mi intención referirme a su agudeza para distinguir entre un empujón o una carga, o a su perspicacia para saber qué delantero ejerce de pícaro en el área pequeña o quién ha sufrido una tarascada de verdad, digna de ser sancionada con penalti. En este caso, me importa más destacar la generosidad de la persona que la habilidad del trencilla, sus muestras de solidaridad con quienes reclaman su ayuda que sus innegables cualidades físicas para correr la diagonal.

Creo que ser asturiano, o langreano, en este caso, es algo más que tener un Documento Nacional de Identidad en el que figure Riaño, La Felguera o Lada, pongo por ejemplo, como lugar de nacimiento. Ser langreano es, sobre todo, saber que los árboles que nos sostienen son el resultado de un flujo continuo de personas que necesitan la colaboración de los demás para no desmayar en su esfuerzo. Y Mejuto se ha distinguido siempre por ocupar un lugar en esa sudorosa fila.

En cierta ocasión alguien me preguntó que de dónde sacaba los temas para mi columna, y yo respondí que de la marea humana con la que me confundo a diario. Ante la sorpresa de mi interlocutor, no tardé en aclararle que mi cartografía personal no puede separarse de ese río colectivo del que formo parte, y por el que navegan tantos comentarios como escucho en los chigres o en los transportes públicos, así como en cualquier rincón o calle de mi pueblo. Y, entre esos comentarios, son muchos, precisamente, los que, al referirse a Mejuto, lo ponen como ejemplo de un langreano comprometido con sus raíces. Enhorabuena, pues, a quien se ha despedido del arbitraje, pero no de la vida, que, a fin de cuentas es lo más importante.