En el año 2001, un grupo de profesores que estábamos trabajando en la cuenca del Caudal editamos una revista en la que, bajo el título de «Cuadernos de Mieres», queríamos ir recogiendo artículos relacionados con la historia local, que sirviesen a la vez para satisfacer la curiosidad de los lectores interesados por nuestras cosas y como materiales de trabajo para los alumnos de ciencias sociales. La publicación cumplió bien sus objetivos, pero como sucede a veces con estas cosas de la cultura, su permanencia no dependía sólo del ánimo de sus redactores y, después de sacar dos números a la calle, un tercero, que ya estaba completo y cuyos materiales originales tengo guardados, se quedó para siempre a las puertas de la imprenta mientras los dineros que debían emplearse en él -no muchos- se dedicaban a otras cosas.

El número 2 incluyó un trabajo de José Luís Secades Fernández y Eustaquio Álvarez Hevia sobre el barroco en el municipio de Mieres, con una relación de las imágenes que aún se conservan y que han logrado casi milagrosamente llegar hasta nosotros después de salvar las dos plagas que arrasaron esta parte de nuestro patrimonio artístico en el convulso siglo XX: el fuego revolucionario de 1934 que acabó con muchas de ellas en la hoguera y la avaricia de un párroco que vendió a los anticuarios muchas de tallas de la margen izquierda del río Caudal.

En el trabajo se estudiaban especialmente las obras más representativas de nuestra zona: el Cristo de Turón, el retablo de San Pedro de Loredo, con varias tallas dignas de estudio, y los santos de la capilla de Cortina -San Clemente y San Antonio-, todos del siglo XVII y con la característica común de que se desconoce su autoría; aunque a los firmantes del artículo no se les escapaba su similitud estética con las figuras salidas del taller de Luís Fernández de la Vega, el más prestigioso de los imagineros asturianos y cuya vida y trabajos ya han sido objeto de exhaustivas investigaciones.

El taller que tenía este autor en la Puerta Nueva de Oviedo surtió a numerosas iglesias y cofradías de toda Asturias en unas décadas en las que, siguiendo las indicaciones del concilio de Trento, había que combatir a los protestantes, que eran enemigos de la adoración a las estatuas, haciendo todo lo contrario, es decir colocando en los altares representaciones tan reales que los fieles al rezar ante ellas tuviesen la sensación de las figuras podían llegar a tener vida propia, y si piensan en la devoción de los andaluces a la Macarena, o de los madrileños al Cristo del Gran Poder, por ejemplo, verán que supieron hacerlo bien.

De modo que los pueblos e incluso las aldeas rivalizaban en contratar a los mejores arquitectos y canteros para sus iglesias y a los imagineros más hábiles para que rellenasen sus altares, porque las fiestas religiosas también eran una disculpa para exhibir el poderío económico de sus vecinos, que, aunque era siempre muy limitado, se inflaba a la hora de puyar el ramu o de demostrar a los de al lado que allí no se escatimaban gastos para honrar a la religión.

De Luís Fernández de La Vega se conservan varias piezas en la Montaña Central y entre ellas el Nazareno de Soto de Aller, que para mi gusto es la mejor imagen de las Cuencas, aunque hace tiempo que no paso por ese templo y por ello no les puedo decir nada sobre su estado, que ya hace años demandaba una restauración.

Para ver a aquel artista, que había aprendido con los más grandes de Castilla y del que se comentaba que la habilidad de sus manos no podía ser cosa de este mundo, se desplazaban clientes y también aprendices, que, cuando adquirían la práctica necesaria eran autorizados para rematar lo que empezaba su maestro.

Uno de ellos fue Juan de Soto, tal vez el personaje histórico más desconocido de las cuencas, que llegó hasta allí en 1666, cuando De La Vega -un apellido que ahora está de actualidad por fines más prosaicos- tenía ya 65 años y era reconocido en numerosas ciudades españolas.

De Juan de Soto sabemos que era nacido en Mieres y que aquí pasó la mayor parte de su vida, en una sociedad rural donde la talla de la madera se limitaba a la actividad de los artesanos que hacían zapicas, xarres para la sidra y madreñas e incluso, cuando eran reclamados por quienes querían tener un santo en su capilla, se atrevían con pequeñas tallas, con mejor intención que resultados. Y no había otra cosa, porque el arte medieval de la villa, las pequeñas pero primorosas imágenes románicas que seguramente adornaban la Iglesia de San Juan, parada obligada para los peregrinos que hacían la vía asturiana del Camino de Santiago, se las había llevado en 1640 una riada del Caudal.

Nos gusta pensar que aprendió a manejar la gubia y conocer los secretos del nogal y el castaño con aquellos artífices de La Pasera, y también que la contemplación del Nazareno de Soto fue lo que le decidió a seguir los pasos de su autor; el caso es que en el taller de Oviedo fue examinado severamente por él, y una vez que pudo demostrar sus habilidades, se firmó el contrato para su formación que entonces obligaba a estar allí por espacio de ocho años.

La capital de Asturias y especialmente la Catedral y el monasterio benedictino de San Vicente eran en aquel momento dos clientes exigentes pero que pagaban bien; aquel mismo año, el escultor Santiago González iba a cobrar 1.300 reales de vellón por realizar el pórtico de barrotes torneados de este último establecimiento y Luís Fernández de la Vega también había firmado la escritura para realizar las imágenes de San Gregorio y Santa Marina encargados por el monasterio, que debían hacerse a semejanza de lo que se veía en los retablos de la Catedral. Viéndole trabajar en ellos, Juan de Soto aprendió la técnica de su maestro, hasta que llegó el momento en que éste le consideró bastante maduro como para intervenir en los detalles menores de una de sus obras.

Por el contrato de aprendizaje se pagaban 40 ducados, una cantidad respetable que sitúa a Juan de Soto en una familia con los medios necesarios para poder hacerle frente, pero además, el documento estipulaba que los discípulos debían obedecer y aceptar todos aquellos trabajos que se les encargasen. La cláusula era rígida y se explicaba porque un año antes, en 1665, otro de los discípulos, también de la Cuenca del Caudal, el allerano Diego Lobo, había pleiteado al negarse a realizar un encargo y por ello, Luís Fernández de la Vega, con fama de tener un carácter de perros, lo recalcaba desde entonces antes de abrir las puertas de su taller a los nuevos alumnos.

En 1675 falleció Luís Fernández de La Vega. En aquel momento Juan de Soto ya estaba empleado como ayudante junto a otro artista llamado José Morán y en el taller trabajaba también un tercer asistente, Domingo Suárez, natural de Laviana, que había sido el último en incorporarse y aún estaba en el periodo de su aprendizaje, pero ya saben que las relaciones personales están hechas para alterar el orden de las cosas, y fue éste quien se quedó en herencia con el taller, no porque fuese el más hábil de los tres, sino porque se casó son Luisa, la hija del maestro.

Del mierense sabemos pocas cosas más. Entre los documentos de la época aparece citado en 1692, por otro escultor, Antonio del Cuello que a la hora de firmar un contrato con Antonio de Borja, el segundo en importancia de los maestros asturianos, manifiesta que es oficial de escultoría y que aprendió su oficio con Juan de Soto, ya difunto, un dato que nos sirve además para deducir que con el tiempo pudo abrir su propio taller y que su prestigio servía como aval para que quienes estuvieron en él se apresurasen a exponerlo a la hora de aportar méritos cuando buscaban un trabajo.

Sin embargo aún no se ha podido identificar con seguridad ninguna de sus obras, ni siquiera de las colaboraciones en las obras de Fernández de la Vega, que tienen que ser numerosas, aunque parece lógico pensar que debemos empezar buscando en los altares de las Cuencas. De la misma forma que en ocasiones nos lamentamos desde esta página por los continuos ataques que sufre nuestro patrimonio y lo difícil que resulta a veces ampliar la información sobre lo que tenemos, en el caso de Juan de Soto estoy seguro de que los archivos van a acabar dándonos noticias agradables sobre este hijo ilustre pero olvidado en su municipio.

El otro día charlaba de este tema con Llonguera, que se ha convertido por méritos en el referente de nuestra escultura contemporánea y los dos coincidimos en la necesidad de reivindicar el nombre de este personaje, yo no puedo hacer otra cosa que darlo a conocer escribiendo esta crónica. Ahora le toca a él tener alguna idea para que la memoria de Juan de Soto vuelva a vivir entre nosotros. Le paso la pelota, entre otras cosas porque cada vez hay menos gente que sepa que hacer con ella.