Por fin llegó el gran día. Ella hacía sus ejercicios de respiración, tranquila, a pesar de los dolores, en su papel, y yo no tenía nada que hacer. Allí estaba, con el ridículo gorro verde y la bata que se ata por detrás, con las pantuflas a juego, desconfiado hasta el último segundo, mirando aterrado todas aquellas máquinas, seguro de que alguna me daría la descarga mortal, en el último instante, que me privaría de ver la luz en los ojos de mi hijo. Y, de pronto, la preocupación en el ginecólogo, en la matrona, que me piden que me vaya fuera, que abandone el paritorio. Veo cómo, raudos, se la llevan al quirófano y me digo que soy un egoísta que tan sólo pensaba en mí, que, quizá, la maldición es más sutil, que ha cambiado de forma, que no conoceré a mi hijo pero por otra razón más cruel, mientras me invade una angustia desconocida e infinita.

Después, cuando todo, por fin, acabó bien, cuando me convencí de que la maldición se había roto, cuando contemplé su diminuto rostro sonrosado, sus ojitos entreabiertos, el pegotito de carne de la nariz y esa mata de pelo oscura y enmarañada, sólo me sentí dichoso un instante pues, enseguida, comprendí que un nuevo terror se había adueñado de mi alma para siempre.

Siempre que lo contemplo así, con los ojos cerrados, con la boca entreabierta, con esa cara de abandono y felicidad que tienen los niños al dormir, no puedo más que conmoverme. Su mano diminuta es envuelta por la mía y es como si se fundieran. Su manita tierna, frágil, blandita, sin nudillos ni apenas huesos, una mano que no posee nada con qué golpear; pero que se agarra a la mía con sus exiguas fuerzas.

Cuando, esta mañana, la música del radio-reloj se ha puesto a sonar con violencia, he sentido la taquicardia fruto del brusco despertar y de los excesos de la noche anterior. He apagado el aparato y he vuelto a dejarme caer sobre la almohada. De nuevo, he sentido una punzada en el estómago, su dolor me había martirizado durante mis pocas horas de sueño. El lado de mi mujer estaba vacío y frío.

Recordaba haber visto su silueta dándome la espalda cuando me despertó una pesadilla. En ella estaba en un viejo caserón con mi hijo. Se oía jaleo, así que supongo que había más gente, que era una especie de fiesta o algo así; aunque no recuerdo ver a nadie. Mi hijo me decía: «Papi, quiero hacer caca». Yo le cogía de la mano y buscaba un servicio, pero, entre tantas habitaciones, me costaba encontrarlo. Por fin, descubría uno: un cuartucho diminuto en el que sólo había una letrina. «Venga, tú solito», le decía. Él, con esos esfuerzos titánicos con que parece hacerlo todo, se bajaba sus pantaloncitos cortos y sus calzoncillos y situaba sus diminutos pies sobre los apoyos de la letrina.

Yo lo miraba de lejos, animándole con el gesto. Él se ponía en cuclillas, acercaba su culito al agujero de la letrina, pero, de pronto, ese agujero se hacía enorme y mi hijo se escurría por él. Él gritaba, me pedía ayuda. Yo intentaba agarrarlo sin éxito y la letrina se lo tragaba.

Desesperado, llorando, metía mi mano en el agujero y palpaba cada rincón. Sólo sentía el tacto blando de las heces, pero de él no había ni rastro. Tocaba lo que parecía el fondo, pero nada de nada. Además, aquel espacio que tanteaba me parecía ridículamente pequeño para no encontrarlo, para que cupiera incluso; pero él no estaba.

(Continuará mañana)