A diario me bombardea con preguntas hasta que llegamos al colegio, a pesar de que no paro de repetirle que no hable, que hace mucho frío, que le dolerá la garganta, que se pondrá malito. Él aparta la bufanda de su boca e insiste. De su boquita pequeña y sonrosada brotan preguntas como si fueran flores, sin que preste mucha atención a mis respuestas, que suelen ser torpes, porque a él le importa más la pregunta que la respuesta, lo importante es que esa furgoneta sea grande y azul, que haga mucho ruido, no lo que transporte o quién la conduzca o que esté aparcada en un sitio en que está prohibido o que un policía salga de los juzgados y se dirija hacia ella apresurado y con la mano en la cartuchera.

No dejo de mirarte. Visto de este lado, parece que estés dormido, sólo se destaca grosero sobre tu mejilla un tiznajo que me apresuro a borrar, aunque lo único que consigo es mancharte con mi sangre. Mi mano te acaricia, mi mano en la que hasta ahora ni siquiera he reparado que falta el pulgar.

El fogonazo cortó abruptamente tu pregunta, el estruendo se tragó tu voz. Después, llegó el silencio, la oscuridad, los instantes eternos. Lo único que me amarra a la realidad es ese olor a quemado, a azufre, y un dolor difuso, difícil de ubicar. Entre el humo, distingo las llamaradas que devoran los coches y las luces anaranjadas que se encienden y se apagan de los que no arden. Sigo mirando a mi alrededor, buscándote.

Descubro bultos inmóviles, varados en la humareda como peñascos en la niebla. Compañeros de desgracia, de mala sombra, de infortunio y, por fin, ahí estás tú, sobre el suelo, allí lejos tirado.

Me arrastro hasta ti, levanto tu cuerpecito del suelo y te aprieto contra mi pecho. Noto la presión de tu mano, no sé si tú me cogiste a mí o yo a ti, pero no te soltaré. He volteado tu cabecita hacia este lado para verte como dormido, para ocultar esas gotitas de sangre que te brotaban del oído. Así sólo veo tu boca entreabierta, tus labios gruesos y sonrosados.

Tu madre llorará cuando descubra las galletas cubiertas de moho que escondiste en lo alto de la repisa, porque aquel día ya no querías merendar más, o cuando encuentre un cochecito tuyo entre los

cartones de leche o en el cajón donde guarda sus cosméticos.

Contemplará tus fotos, las venerará, las mojará con sus lágrimas, el milagro creado por la luz que rebotó en tu rostro por casualidad, por azar, lo mismo que ese trozo metálico que se clavó en tu cabecita, ahí

detrás. Mi mano toca una de sus aristas punzantes, sus fauces horribles y despiadadas, sin atreverse a tirar de él, con la única esperanza de que no te duela.

Alguien se acercará hasta mí con las manos envueltas en guantes y tratará de tocarme. Veo en sus profesionales ojos un espanto que yo, sin embargo, no siento, y cómo se mueven sus labios, aunque no consigo escucharlo. Me parece un ser que viene de otro planeta, uno de esos ridículos y ramplones alienígenas que veía en la películas de ciencia ficción de mi niñez. Intenta ayudarme y le grito que ni se le ocurra, que me deje en paz, que no vuelva aquí hasta que sea tan sólo un cadáver flotando en una piscina bocabajo y contándole historias a la nada; pero con mi pequeño en mis brazos, con la determinación definitiva de no soltarlo nunca más. Por fin, comprende y se aleja, sin dejar de mirarme, pero yo te miro a ti y, aunque mis oídos están sordos, escucho el Aleluya mientras contemplo tus ojos cerrados.