Y aunque sabía que debía tomar la iniciativa, destrozar con la fuerza de un tifón aquel muro de incomunicación que se estaba levantando entre los dos, no encontraba las palabras adecuadas que, como en las películas que a mí tanto me gustaban, le hicieran caer rendido a mis pies. Intenté entonces buscar apresuradamente una frase sencilla que me sirviera para ganar tiempo y hacerle creer que no era una simple mojigata, porque era consciente de que podría ser la última oportunidad, que pasada la frontera de los cuarenta ya no se presentaban ocasiones como aquella y, sobre todo, porque temía que si no aprovechaba aquel momento mis noches acabarían siendo un martilleo continuo de aquel «si ese avión deja el suelo y tú no estás en él, te arrepentirás. Quizás no hoy, quizás no mañana, pero pronto y por el resto de tu vida» que tantas veces había oído pronunciar a Humphrey Bogart en la inolvidable Casablanca. Y ya en el último segundo, y a falta de esa frase grandilocuente, acerté a articular una invitación para que tomase conmigo una copa. Por un instante, dada la lentitud con la que reaccioné, creí que aquella propuesta le sonaría a forzada y me preparé para recibir una respuesta evasiva, de esas tan manidas que incluso yo misma había utilizado cuando, tiempo atrás, algún moscón se me acercaba con pretensiones de conquistador con pedigrí. Pero él no hizo nada de eso, me sorprendió aceptando con un «tengo que volver al trabajo, pero me encantaría tomarla en la oficina, seguro que allí encontraremos algo y estaremos más tranquilos». Y para mí, que hacía ya tanto tiempo que la serie de mi vida amorosa la medía en capítulos vacíos, aquella última parte de su enunciado, aquel «estaremos más tranquilos» pronunciado esta vez sin titubeos, con la seguridad de quien está acostumbrado a que no se le diga que no, me sonó a una invitación a la lujuria. Sólo había que leer entre líneas para darse cuenta de que era una insinuación en toda regla, que aquel descaro para dirigirse a una mujer a la que apenas conocía y aquella sonrisa mitad pícara y mitad canalla, que esbozó cuando le ofrecí mi brazo como forma de decir que sí, denotaban la satisfacción de quien por fin ha conseguido lo que deseaba. Pero, cuando llegamos a la oficina y me dijo que esperase un par de minutos en mi despacho porque me tenía reservada una sorpresa, la soledad de aquellos momentos pareció devolverme ligeramente la conciencia de mujer responsable y formal que el alcohol había obnubilado y me entraron las dudas. No sabía nada de aquel hombre. A lo mejor estaba casado y tenía una mujer que se sentiría traicionada por mi culpa. Y cuando la indecisión parecía ir ganando terreno a mis iniciales anhelos, distinguí al otro lado de la puerta el sonido inconfundible que produce una botella de champán al ser descorchada. Aquel maravilloso ruido me ayudó a hacer desaparecer el ataque de puritanismo desmedido que me estaba invadiendo y me hizo comprender que, a esas alturas de la película, sólo debía pensar en mí, en la mujer que había malgastado mil caricias en el lomo de un miserable gato que ni siquiera era consciente de que no iban dirigidas a él; en la mujer que, tras aquella puerta, iba a encontrar por fin a su galán de cine en carne y hueso. Así que decidí disipar definitivamente aquellas dudas a la manera de Marilyn Monroe en La tentación vive arriba repitiéndome a mí misma sus propias palabras: «Es fantástico. ¡Un hombre casado, champán y patatas fritas! ¡Una fiesta maravillosa!». Porque eso era lo único que me interesaba, tener una fiesta de cumpleaños inolvidable, disfrutar de nuevo de aquella sensación de verse deseada con la pasión de una quinceañera y despedirse del día diciendo como Patrick Swayze a Demi Moore en Ghost: «Es increíble, no te imaginas cuánto amor me llevo». Y aquellos pensamientos positivistas sacaron de mí la dama de hierro que llevaba dentro y la seguridad que demostraba a la hora de tomar decisiones y que me había llevado a ser la jefa del departamento de ventas.

(Continuará mañana)