Ni la misma capital del mundo, la isla de Manhattan, se comunica con las riberas opuestas del Hudson o de su ramal el East River, como Langreo se comunica con una y otra parte del Nalón. Cierto es que allí todo es más grande, no en vano las Torres Gemelas albergaban más inquilinos que los habitantes que tiene nuestra ciudad. Manhattan, que sólo es una parte de la ciudad de Nueva York, está rodeada de agua, al Oeste por el Hudson, que la separa del continente, y al Norte y Este por un brazo o canal que llaman el East River y la separa de Long Island. Al Sur está la bahía donde la Estatua de la Libertad y Station Island. La isla de Manhattan tiene unos 21 Km. de norte a Sur y entre 5 y 6 de ancho. Pues bien, para pasar al Continente o a Long Island sus habitantes disponen de no más de una decena de puentes (Brooklin y Manhattan Bridges, los más célebres ) sobre el East River y de un par de túneles bajo el Hudson (el más importante es el Holland Tunel) que la comunican con Jersey. Creo que todos guardamos en nuestras retinas la huida despavorida de los neoyorkinos a través del Puente de Brooklin el 11-S, o la Maratón de Nueva York con más de 80.000 participantes. Lo cierto es que el puente, posiblemente el más célebre del mundo junto al Golden Gate de San Francisco, aguanta lo suyo.

Se preguntarán a qué viene esta historia. Es evidente que quiero hablarles de puentes. Y en el Valle del Nalón los tenemos de todo tipo: de ferrocarril, de carretera y peatonales; de hierro, madera o cemento; colgantes, sobre pilares o atirantados; romanos y de épocas históricas distintas y actuales. Y en menos espacio tenemos más que en Nueva York. Fíjense si tenemos puentes que en mis paseos de atardecer me permito el lujo de ir por uno y volver por otro. Solamente en el distrito de Sama podemos contar una decena de ellos en un tramo de apenas un kilómetro, y todos de ida y vuelta. Los puentes inaugurados hace escasamente cuatro años, uno de ellos con siete dobles tirantes, por su color y diseño me recuerdan una bellísima historia que muchos de ustedes habrán visto en el cine.

El Condado de Madison está situado al sureste del estado de Iowa (EE.UU.). Es éste un estado, eminentemente agrícola y ganadero, de la cuenca del alto Mississippi. En un principio, a finales del siglo diecinueve, existían dieciocho puentes todos de corta longitud y construidos en madera, muchos de ellos techados y con protección lateral, no todos sobre río. Hoy día quedan solamente seis y algunos de ellos han sido trasladados de ubicación, porque los han expuesto a los visitantes. Todos fueron restaurados en 1.997, y su coste no superó los 700.000 dólares, a nuestro cambio actual, menos de medio millón de euros. Actualmente son lugar de visita turística y, por ellos, se venden mermeladas y productos artesanales, se hacen exhibiciones de esquile de ovejas y si sus habitantes quisieran venderían hasta quesos de Cabrales. Una estampa de la América profunda reconvertida por virtud de seis rústicos puentes.

La historia a que me refiero fue escrita por Robert J. Waller y magistralmente llevada al cine por Clint Eastwood, que la interpreta junto a Meril Streep, en la inigualable historia de amor «Los Puentes de Madison Country». Robert Kincaid es un fotógrafo de Nacional Geografhic que llega al condado de Madison para hacer un reportaje sobre sus puentes. Habiéndose extraviado llega a una granja y conoce a Francesca Jonshon, una campesina casada, con dos hijos, y hastiada del trabajo y la monotonía de su vida. Contada en flash back, la narración, con los puentes siempre presentes, nos sumerge en una apasionada historia de amor, casi imposible, entre dos personas maduras de opuestas procedencias y formación, sobre la que no me extiendo más porque tendrán que verla o leerla, quienes no lo hayan hecho, y hasta una vez más. El Roseman Covered Bridge es el puente más visto en la película, aunque todos están y todos tienen su nombre, que excuso mencionar para no cansarles.

Puentes existen en todo el orbe. Muchísimos. En Venecia, en Ámsterdam, en Seatle, en San Francisco..., y en El Valle del Nalón. Todos fueron y son referencia de historias reales o noveladas. Y, evidentemente, también nuestros puentes tienen sus historias. Muchas historias, de penas y alegrías, trágicas, y también de amor como la que les cuento.

Eran poco menos de las nueve de la mañana de un hermoso amanecer de primavera, a principios de los setenta, justo al principio de la pasarela que une el Parque Dorado con el Instituto Jerónimo González. Allí estudiaban los dos. Él haría 17 años en pocos días, y la niña, que no tendría más de 12, apoyada en la barandilla del puente, lloraba desconsolada como si todas las desdichas mundanas se hubieran asentado en su corazón. El chico, asustado y sorprendido, se detuvo a sus espaldas y, tembloroso, le preguntó sobre su congoja. La niña se volvió y, limpiándose la cara con la manga de su camisa, le miró a los ojos, y encontrándolos limpios le contó el motivo de su aflicción: su perrita se había perdido en aquellos lugares. Desde la tarde anterior la habían buscado sin éxito y ahora la daba por muerta. El chico intentó consolarla (él también tenía un cachorro) y le aseguró que la ayudaría a buscarla. Y así lo hizo. Reclutó a sus compañeros y amigos, y batieron la zona. Insistieron horas y horas y al segundo día encontraron al animal. Sucia, hambrienta y tiritando, pero sana, y feliz cuando su dueñita la abrazó. Hoy el joven y aquella niña, después de años cultivando aquella amistad forjada en el altruismo y la inocencia, son una familia feliz con tres hijos y dos perros descendientes del cachorro y la perrita perdida. Y yo, que conozco esta hermosa historia, sólo yo sé por qué mi Duke se para en ese sitio cada vez que cruzamos el puente, y no es el único perro que allí se para.

Como decía al principio aquí todo es más pequeño y, siendo así, no confío en que Garci o Gonzalo Suárez, que son los cineastas que cuentan con Asturias, puedan traducir este cuento cinematográficamente. Si ellos me leen les cuento más y hasta les hago el guión. Sama y sus puentes. Los puentes y su historia.

Al tiempo que escribo, paseando por los alrededores, veo que en el futuro camino peatonal a Lada han puesto un «Hito» que informa sobre la historia de dos de los puentes más representativos, el «Nuevo» (que es el viejo) y el «Atirantado». Estas nomenclaturas me dan qué pensar. Dado que la primera es falsa, por obsoleta, y la segunda es pueril, por evidente, me pregunto ¿por qué cada puente no tiene su propio nombre?, como el de Brooklin o el Golden Gate, o el Roseman de Madison o el del Pilar sobre el Ebro. ¿Por qué a la pasarela, sobre la que se teje nuestra historia, no la pueden llamar por los nombres de los jóvenes amantes o de sus perros?. Yo conozco esos nombres. ¿Por qué a los nuevos puentes-pasarelas que van a Lada no los bautizan como «El Puente del Gato» y «La Pasarela de La Gata», ya que a Lada van, y los de Lada gatos son?. Y ¿por qué a nuestros munícipes no se les ocurre alguna idea para que, de vez en cuando, nuestro patrimonio sea valorado, explotado y digno de visitar, que ya lo es, como lo hacen en el Condado de Madison?

Señora Alcaldesa, le sugiero que, cada mes en la Comisión Permanente, proponga y aprueben una denominación para cada uno de nuestros puentes. Si no es de su competencia, háblelo con el MOPU, la Demarcación de Carreteras, la Confederación Hidrográfica o quien proceda, y señalícenlos. Esta es una riqueza que los langreanos no podemos desperdiciar. Ah, se me olvidaba. A punto de terminarse la reparación del de La Maquinilla, hemos observado que están haciendo pruebas de pintura: verdes, malvas, fucsias?, ¿y por qué no lo pintan con un color discreto? Se verá igual.