Una de esas historias, que por haberlas oído y leído cien veces damos por ciertas, es la de que el gaditano Rafael Alberti escribió tras la Revolución de Octubre un poema titulado «El burro dinamitero» inspirado en la anécdota de unos animales que los revolucionarios asturianos cargaron de dinamita para dirigirlos contra sus enemigos a la altura de Campomanes y que decidieron por su cuenta buscar su propio camino, dando la vuelta en dirección a su cuadra para acabar explotando en el interior de Pola de Lena. Pero el caso no fue así: ni el poema existió nunca, ni los hechos sucedieron de esta forma.

La realidad es que Alberti quiso inmortalizar la anécdota que a él le habían contado, y que cuando llegó a sus oídos ya estaba deformaba por los detalles que se habían ido añadiendo después de mil repeticiones en sobremesas y charlas de café. Y para hacerlo, tituló a uno de sus poemarios, publicado en 1938, en plena Guerra Civil, por las Ediciones del 5º Regimiento en Madrid, con el nombre de «El burro explosivo».

Perdónenme una vez más un comentario personal, pero don Rafael nunca ha sido santo de mi devoción y parece que el tiempo, que todo lo decanta, me va dando la razón, porque su obra es una de las que peor envejece entre las que nos dejaron los vates de la generación del 27. Y precisamente este libro, alimentado con toda la pasión que produce el combate y el odio a un enemigo especialmente despreciable, añade a esta circunstancia el evidente mal gusto que ustedes pueden comprobar, por ejemplo, al leer estos cuatro versos dedicados a Hitler: «¿Dónde estás desgraciado? ¿En qué retrete, / en que profunda, fúnebre cloaca / lloras tu sueño entre tu propia caca / ya sólo reducido a un solo ojete»; o en estos otros a Franco: «Tú todavía, general botijo, / caudillo cantimplora sin pitorro, / liliputiense, hijo / de zorra cabezorra y cabezorro».

¿Poesía? El gusto es libre, pero a mí no me lo parece por el hecho de que esté escrito en renglones cortos. Pero, a lo que íbamos: la única manera de saber lo que ocurrió realmente en aquel enfrentamiento entre los revolucionarios y las tropas gubernamentales de la República, es acercarse a los testimonios de quienes lo vivieron directamente, y para ello contamos con varios documentos escritos.

El escenario, como hemos dicho, fue el frente de Campomanes; seguramente el lugar en el que registraron los enfrentamientos más encarnizados de aquel Octubre rojo. El día 8 habían llegado a la población numerosos refuerzos gubernamentales dirigidos por el general de brigada Carlos Bosch, Comandante Militar de León y jefe de la 16 Brigada, quien desde el primer momento sufrió un duro castigo al intentar avanzar contra los revolucionarios, que mandaba el mierense Manuel Grossi, -personaje que ya conocen de sobra los lectores habituales de esta página-.

Después de registrar más de 60 bajas y ver inutilizados los vehículos motorizados, se hizo partir al Batallón Ciclista de Palencia, al mando del comandante Baldomero Rojo, que también acabó destrozado a la altura de Vega del Ciego por los mineros asturianos, después de dos horas de tiroteo. La carnicería llegó a tal punto que se tuvo que pactar entre los dos bandos un alto el fuego temporal para poder retirar los cadáveres y heridos que quedaron diseminados por la carretera.

Y así llegó el día 9 con los soldados ocupando Vega del Ciego y los revolucionarios frente a ellos, parapetados en el camino que va de Vega del Rey a Rozón y en los altos de La Cobertoria, donde la construcción prerrománica de Santa Cristina adquirió una posición estratégica que la hizo ser cañoneada sin consideración por los gubernamentales. Allí estableció Grossi su puesto de mando y fiel a las convicciones que mantuvo toda su vida, que le hacían pensar en que aquellos obreros que no optaban por la idea comunista lo hacían solo por falta de información, tomó la decisión de llenar un bidón con octavillas y dinamita, colocarlo sobre un asno y enviarlo desde Vega del Ciego contra la línea enemiga con una mecha encendida, calculada para que hiciese explosión entre las tropas, matando a unos y convenciendo con la lectura de los panfletos a los restantes para que se cambiasen de bando.

Pero el que decidió por su cuenta cambiar los planes fue el animal, que a mitad de camino giró sobre sus pezuñas para volver del lado de los mineros que se vieron obligados a matarlo en tierra de nadie, para evitar males mayores.

Esta es la historia, en la que se ve la falsedad, comúnmente extendida de que los burros eran varios, que llegaron trotando hasta Pola de Lena y que allí explotaron causando varias víctimas, e incluso hay quien, para dar mayor realismo a esta escena, escribe -como el historiador F. Aguado Sánchez en su libro «La revolución de octubre de 1934», publicado en Madrid en 1972- que el lugar exacto del desastre estuvo muy cerca de la iglesia parroquial.

En fin, más datos sobre lo que realmente ocurrió los podemos leer también en «Cazados», la historia novelada de los jóvenes Popo y Josefina, muertos en el monte en 1939, escrita recientemente por el lenense Germán Mayora y en donde recoge la versión que contó su protagonista, también testigo directo de lo ocurrido aquel día, a sus parientes y amigos. Según él, el asno era propiedad de un vecino de Vega del Ciego y en un principio fue azuzado, dándole unos buenos palos, hasta que la cercanía de las armas enemigas hizo prudente dejarlo solo, y entonces, cuando le faltaba aún la mitad de su camino, al no sentir los golpes, se dio la vuelta en dirección al pueblo por lo que los revolucionarios tuvieron que realizar una descarga para impedir su peligroso retorno.

El relato de Popo añade una segunda parte, que Grossi no contó. Fue otro intento, también fallido, de dirigir contra la posición enemiga un bidón cargado de dinamita, echándolo a rodar por una pomarada para que cayese contra una casa en la que estaban acantonados, pero el grosero artefacto, con sus mechas encendidas, vio su descenso detenido por el tronco de un árbol y lo único que consiguió fue destrozar el prado y arrancar varios manzanos de cuajo.

Y, por si quedan dudas, un tercer testigo: el socialista y masón Alberto Fernández, quien plasmo sus recuerdos en la desaparecida revista «Tiempo de Historia», en 1976, año en el que por cierto también estuvo en Mieres, después de muchos años de exilio y pasó por la relojería familiar, a saludar a sus amigos y reencontrarse con su juventud.

Él aclaró que no había varios burros sino uno solo y que no pudo irse camino de Campomanes, puesto que se le mandó prado abajo, en dirección de las casas de Vega del Rey, a unos metros, entre cien y doscientos, no más, y a partir de Ronzón y «en medio del prado, es decir, entre los sitiados y nosotros, se descompuso el pobre asno, que fue abatido por los revolucionarios porque, a mitad del camino, el animal se volvió y empezó a subir en dirección de nuestras propias líneas».

Por si aún quedasen dudas sobre la falsa explosión en la capital del concejo, se ocupó también de señalar en su escrito que entre el lugar del hecho y la villa de Pola de Lena hay varios kilómetros y muchas pendientes, por lo que aunque el burro se hubiese dirigido hacia allí sin que nadie le cortase el paso, hubiese sido necesario ponerle una cantidad de mecha inverosímil «y la que encendimos sobre el pobre acémila tenía solamente unas cuartas».

Otra aclaración interesante, es su precisión sobre los contenedores de la dinamita, que no eran bidones de gasolina, sino pipotes de vino vacíos sacados de la bodega del caserón señorial de Ronzón, que ya se venían lanzando prado abajo con anterioridad, acompañando como metralla, a falta de metales, cascos de botellas, piedras y todo aquello que pudiese ayudar a que la explosión tuviese un efecto más destructivo, y que hacían un ruido impresionante al estallar ante los muros de las casas, pese a lo cual nadie levantó la bandera blanca de la rendición.

Es como ven, la misma versión de Grossi, aunque este no cuente lo de los barriles rodantes, y también la de Popo, porque el hecho de que uno afirme que se lanzó uno tras la muerte del burro, y el otro diga que ya se venía haciendo con anterioridad, no se contradice. Y así son las cosas, el burro dinamitero sigue buscando un poeta que recuerde su sacrificio revolucionario, aunque su gesta fuese involuntaria: lo que actualmente llamaríamos según la terminología yanqui un efecto colateral.

Y ya por último, en la línea de los defensores de los derechos de todos los seres vivos, debemos hacer justicia aclarando que Alberto Fernández fue el único que le dedicó un recuerdo cariñoso al burro, lamentando su muerte «aun cuando la víctima fuera un ser irracional...».