Cuando el hombre picó la primera piedra, despertó al demonio de la enfermedad. La minería nació acompañada por la silicosis, y como los hombres del Neolítico ya conocían esta actividad, podemos decir que con ella se hizo realidad la maldición bíblica del trabajo. En el siglo V antes de Cristo, el célebre médico griego Hipócrates describió sus síntomas cuando observó las dificultades respiratorias que acababan afectando a los excavadores del metal. Muchos siglos más tarde, fue el alemán Georgius Agrícola, curioso personaje que intentó conciliar la alquimia con la química y está considerado como el padre de la mineralogía moderna, quien hizo las primeras referencias a este mal, en su tratado de minería «De re metálica», publicado en 1556. Finalmente, por no agobiar con datos históricos, Achille Visconti acuñó el terminó silicosis en 1871.

Fíjense en lo tardío de la fecha. Entonces, la minería del carbón ya estaba en pleno desarrollo en Gran Bretaña y había despegado en Asturias llenando los cementerios de víctimas del polvo asesino. Desde aquel momento, todo ha ido cambiado con los avances médicos y de seguridad y, aunque actualmente sigue existiendo, cuando el mal aparece se detecta rápidamente, haciendo casi imposible que siga su curso y pase de su fase menos grave, si se toma la medida elemental de alejar al trabajador del foco emisor y se le traslada a otro lugar más saneado.

Durante generaciones, la silicosis ha convivido entre nosotros y en la Montaña Central es rara la familia que no ha pagado el doloroso tributo de vidas que la mina exige para entregar su riqueza, pero afortunadamente el tiempo pasa y a los más jóvenes estas penurias ya les quedan muy lejos, de modo que hoy quiero recordarlas en esta página, sin otro ánimo que el de rescatar del olvido lo que fue una triste realidad y que ellos y sus hijos valoren un poco más el esfuerzo que hicieron sus mayores luchando para dejarles la herencia de una vida más fácil que la suya.

La silicosis es una enfermedad fibrósica-pulmonar de carácter irreversible que se produce por la inhalación prolongada de compuestos químicos que contienen sílice cristalina. Tiene tres grados. El primero es la Silicosis crónica, la más común entre los mineros y que se suele presentar después de 10 años de contacto con niveles bajos de sílice cristalina. El segundo es la llamada silicosis acelerada, resultado de una exposición a niveles más altos de sílice cristalina y que lógicamente necesita menos tiempo para presentarse, a veces solo 5 años después del contacto. El tercero es la silicosis aguda, que solo necesita meses o hasta semanas de contacto y cursa con una inflamación de los pulmones que se pueden llenar de líquido dificultando gravemente la respiración y el aporte de oxígeno a la sangre.

Los síntomas típicos de la silicosis crónica, ahogos, tos fuerte y debilidad general, solo pudieron empezar a combatirse cuando llegaron los medicamentos contra la tos, los broncodilatadores y las bombonas de oxígeno. Hasta ese momento muchas veces no quedaba otra cosa que la resignación. El minero enfermo, recluido en su casa, con la piel amarillenta y la tristeza en su rostro, malvivía, sin ganas de nada, carente de apetito y alegría, ahogado por las flemas y los violentos accesos de tos que solo podían aliviarse cuando una mano amiga o familiar le daba pequeños golpes en la espalda o le mandaba algo de aire con cualquier objeto que pudiese servir como abanico.

Los cambios de postura en la cama, las almohadas altas, los breves paseos por el pasillo, servían de bien poco; los «floritos» y los jarabes de farmacia a veces no hacían más que aumentar la tos y así iba aumentando su angustia y la de los suyos? hasta que llegaba el final.

Hoy todo esto ya es pasado, y en nuestra historia hay un hito que se desconoce y que sin embargo constituye el momento clave en el que este dolor se comenzó a frenar en la Montaña Central. Se trata de una huelga desarrollada en el otoño de 1968, por la que se suele pasar de puntillas a la hora de escribir sobre nuestro movimiento obrero, porque en principio no tuvo nada de especial y se inició, como la mayoría en aquellos años, por un motivo estrictamente laboral.

Su origen fue la sanción a unos trabajadores de mina Baltasar a principios de octubre de aquel año, que fue rechazada con la solidaridad de otros pozos, de manera que el paro pudo extenderse hasta el día 12 de noviembre. A la mañana siguiente, el diario «ABC» bajo el titular «La huelga minera asturiana ha concluido a los treinta y tres días de haberse iniciado» escribía: «?hoy todas las lámparas, que por espacio de muchos días permanecieron en las estanterías de las lampisterías, han vuelto a encenderse para dar luz en el interior de las minas a los trabajadores recuperados. El aspecto externo en la cuenca minera de Mieres no ha variado, porque, ciertamente, durante las jornadas de paro esta situación no influyó de manera sustancial en el ritmo normal de la vida. Sin embargo, en el día de hoy se vive un general clima de optimismo?».

También se afirmaba que en la solución del conflicto había sido decisiva la intervención de un grupo de trabajadores del pozo Polio, pero no se daban detalles sobre los puntos tratados en la negociación. El caso es que un representante de los trabajadores, de quien nos gustaría conocer la identidad, planteó en una de las reuniones la vieja aspiración de que crease en Asturias un Instituto de Silicosis, como los que ya existían en otras regiones mineras de Europa y el ministro de la Gobernación José Solís Ruiz, al que las autoridades regionales recurrían cuando los conflictos quedaban estancados, asumió el compromiso personal de dotar a Asturias con un centro sanitario especializado en la asistencia a la enfermedad de los mineros.

Y cumplió su palabra: el 18 de julio de 1970, haciendo coincidir la fecha, como era habitual en el régimen franquista, con uno de sus días sagrados, el ministro de Trabajo Licinio de la Fuente inauguró en Oviedo el Instituto Nacional de Silicosis, muy cerca de la residencia sanitaria de la Seguridad Social y del Hospital General. Aquel día hubo que traer enfermos de la Residencia (luego Hospital de Covadonga) para que saliesen en las fotos del acto, pero no hubo que esperar mucho para que llegasen los verdaderos silicóticos.

Su primer director y jefe del departamento médico fue el doctor José García-Cosío González, experto en las neumoconiosis. Siguiendo sus indicaciones, al año siguiente echaba a andar el flamante Instituto con siete plantas de 30 camas cada una, incluyendo una de aislamiento para los enfermos tuberculosos, y dotado además de unidad de vigilancia intensiva y servicios de fisiología respiratoria, radiología, anatomía patológica, cardiología, análisis clínicos y bacteriología, completados con otro servicio de consultas externas.

Sobre el ambiente que rodeó a la institución en sus inicios, vean lo que respondía en octubre de 2006 al diario «El Comercio», en una entrevista con motivo de su jubilación, uno de los pioneros del Instituto, el doctor Luis Palenciano, que luego sería su director en dos ocasiones:

-¿Gozaba el instituto de este prestigio cuando echó a andar?

-No, que va. Durante los primeros meses los mineros se mostraban reticentes. Se había corrido el rumor de que los que venían a Silicosis eran usados como conejillos de Indias, cosa que era totalmente mentira.

La leyenda negra del Hospital, a la que contribuyeron algunos suicidios de enfermos desahuciados, cuyo número se multiplicó en la imaginación popular, continuó muchos años, pero la realidad fue que la actividad médica del hospital, entonces centrada en 70.000 personas, entre mineros en activo y jubilados, fue un éxito y el servicio de neumología llegó a atender en su primera década una media anual de 13.302 pacientes, haciendo que su prestigio fuese aumentando.

Pronto, las mejoras en la ventilación de los pozos, la inyección de agua y la obligatoriedad de medidas de protección hicieron que la silicosis fuese disminuyendo su fatal incidencia y la necesidad de hospitalización de los trabajadores fuera menor; así, a finales de los años setenta el establecimiento amplió su asistencia a todos los ciudadanos, sin exigir el requisito de su vinculación a la minería.

Con la entrada en vigor en 1995 de la Ley de Prevención de Riesgos Laborales, el ámbito de actuación del Instituto Nacional de Silicosis se amplió a otras enfermedades respiratorias de origen laboral distintas a las neumoconiosis. Hoy, es uno de los tres hospitales que integran el novedoso Hospital Universitario Central de Asturias (HUCA), junto al Hospital General de Asturias y la Residencia Sanitaria de Nuestra Señora de Covadonga y está llamado a ser un modelo internacional en el tratamiento de las enfermedades respiratorias de origen laboral. Así lo dicen y así lo esperamos.