Se conmemora hoy el bicentenario de la Constitución de Cádiz. Pocas fechas hay de mayor alcance histórico en la política española como esos meses que transcurren entre septiembre de 1810 y marzo de 1812, durante los cuales las Cortes debatieron y redactaron una Constitución que intentaba transformar las estructuras sociales, económicas y políticas del Antiguo Régimen para dar paso a un nuevo sistema liberal.

En pocas ocasiones se ha precipitado la historia española con un movimiento tan vertiginoso como en los primeros años del siglo diecinueve, en los que se sucedieron una serie de continuadas «cronologías calientes», acontecimientos de singular trascendencia: secuestro de los reyes, invasión francesa, Estatuto de Bayona, Cortes de Cádiz, inicio de la independencia de las colonias americanas y una Constitución que se promulgó en el contexto de una España dominada, empobrecida, muy debilitada: 1812 fue precisamente un año de una hambruna devastadora

Cádiz era entonces la única ciudad de España que la artillería del ejército francés no había podido doblegar: su situación estratégica la hacía prácticamente inconquistable por tierra y mar. Además estaba bien abastecida por los ingleses. Y sus habitantes desplegaron en aquellos meses un revolucionario espíritu de resistencia. Como señaló Galdós, nobleza, pueblo, comercio, milicia, hombres, mujeres, riqueza, juventud, hermosura: todo ello contribuyó al gran acto de la apertura de las Cortes constituyentes.

Mientras los representantes de la Junta Central desarrollaban su labor legislativa en Cádiz, la mayoría de los españoles vivían la tragedia de la guerra, o participaban activamente en ella. Sobre esta circunstancia formuló Marx que las Cortes de Cádiz reflejaban las ideas sin acción y en el resto de España, la acción sin ideas. El hecho anómalo de que casi toda España no estuviese bajo el gobierno de las Cortes, y de que éstas carecieran de territorio donde aplicar las leyes con todas sus consecuencias, fue una rémora que determinó la suerte futura de la Constitución gaditana.

Por otra parte, el radical giro transformador de esa época se hizo desde arriba. Corrió a cargo de una minoría urbana e ilustrada (abogados, funcionarios, profesiones liberales, eclesiásticos, sobre todo), que tomó las riendas del poder, pues disponía de recursos y oportunidades para la regir la vida pública del país. No representó nunca a una población mayoritariamente rural y analfabeta. Así no hubo ningún diputado que fuera bracero del campo, artesano, obrero de manufactura. Y muy pocos procedían de la burguesía comercial y propietaria.

De cualquier modo, el concepto de nación política aplicado a España se fraguó por primera vez en las Cortes de Cádiz. En la Constitución, la soberanía ya no la representa el rey, sino que «reside esencialmente en la nación, y por lo mismo pertenece a ésta exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales». Asimismo, la afirmación de la soberanía nacional venía a destruir el pretendido derecho del Gobierno de José Bonaparte, que se había apoyado en la legitimidad del cautivo Fernando VII para ejercer el poder. Por ello la Constitución establece taxativamente que la «nación española es libre e independiente, y no es ni puede ser patrimonio de ninguna familia ni persona».

Sin embargo, el regreso del absolutismo con Fernando VII, en 1814, supuso el primer revés grave y sangriento para el nuevo texto constitucional, que fue utilizado durante todo su reinado como una bandera política a la que se debía atacar o defender según se fuera conservador o liberal. Por último, entre los puntos débiles de la bicentenaria Constitución de Cádiz se destaca la dificultad de aplicarla por su complejidad teórica y la precaria situación de España. A pesar de lo cual está considerada como una de las normas jurídicas fundamentales más originales y avanzadas del mundo en su tiempo.