A nadie se le ocurriría calificar hoy al cementerio de Boo, en la montaña allerana, como un lugar maldito; sin embargo, a finales del siglo XIX reunía todas las características para que las gentes evitasen acercarse a sus tapias cuando el día perdía su luz. No era para menos, el camposanto había nacido de la pura necesidad, para poder dar cristiana sepultura a los más de 60 muertos que la viruela había causado en pocos días en la aldea minera, diezmándola y haciendo que el pequeño recinto que se venía usando para este fin, junto a la Iglesia de San Juan Bautista, se quedase pequeño.

Y encima, como si aquella tierra siguiese marcada por una maldición, desde enero de 1989, acogía también los cadáveres de los 30 mineros fallecidos en la mina La Esperanza, unos por el grisú y otros por la fatalidad que se había cebado en ellos cuando acudieron a socorrer a sus compañeros. Por ello se decía que allí habitaban los fantasmas y el cura -que como veremos más abajo, era persona de pocos reparos- aceptaba gustoso que los vecinos pagasen misas para facilitar su descanso.

Ahora me he encontrado por casualidad con una historia ocurrida en aquellos días y que tuvo por protagonista nada menos que a Santiagón de Morcín, un personaje que a lo mejor recuerdan porque fue el autor del «horroroso crimen de Peñerudes», que ya les conté aquí en otra ocasión.

El episodio lo ha recogido en su blog muchos años después, uno de sus paisanos, el escritor Manuel Álvarez de Morcín, aunque las cosas de Santiagón ya alcanzaron la suficiente notoriedad en su tiempo como para que él lo supiese aprovechar en la última etapa de su vida vendiendo por los pueblos de la Montaña Central cuadernillos en los que contaba sus peripecias con la Justicia.

Santiago Alonso Fernández, a tenor de la admiración que sintió por otros delincuentes coetáneos, como Constantino Turón, un antiguo compañero de prisión en cuyo funeral quiso estar presente, y de su concepto del delito, de haber nacido en Argentina estaría hoy dentro del grupo de los que se conocieron como «anarquistas expropiadores». Aquellos que no respetaban ni ley ni orden, pero tampoco se atenían a más consigna que la de defender su libertad individual por encima de todo, y por ello fueron excluidos hasta del propio movimiento libertario.

Pues bien, volviendo a lo ocurrido en Boo, lo que le ocurrió allí a Santiagón en la primavera de 1892 no fue otra cosa que la reacción de un hombre violento ante la alucinación que le produjo una de sus borracheras. Aunque la chispa vino inducida por el aviso de una mujer que al verlo tomar el camino del cementerio cuando ya estaba anocheciendo le previno contra los fantasmas que lo habitaban.

Santiago era todavía muy joven, apenas veintidós años y el destino aún le haría esperar otros doce para cometer el más famoso de sus crímenes, en la persona de Francisco Alonso Álvarez, el párroco de Peñerudes, pero ya contaba en su historial con varias detenciones por peleas de taberna y se estaba fraguando una fama de matón que debía ir puliendo a base de bravuconadas; por ello la advertencia no hizo más que enardecer su ánimo y le animó a seguir su camino jalonado de blasfemias.

Así se perdió en la negrura, hasta que los vecinos sintieron unos disparos y ante la evidencia de que había sucedido alguna desgracia se juntaron para acercarse en grupo hasta el camposanto, donde no tardaron en encontrar la explicación. Santiagón, desencajado tras haber intentado en vano pelearse con un oponente contra el que se había dado de bruces en el patoso caminar que le daba su ebriedad, la había emprendido a tiros con él, convencido de que aquello no era humano.

Y, efectivamente, no lo era, porque se trataba de un viejo árbol seco, que en medio de la oscuridad adquiría una forma terrible hasta el punto de que llegó a engañar por un momento a quienes contemplaban la escena y prorrumpieron en gritos de pánico ante aquel supuesto ser maligno que parecía salir del camposanto.

Según cuenta Manuel Álvarez, la cosa no quedó ahí, ya que, una vez aclarado todo, hubo celebración y risas en la taberna donde Santiagón aumentó su ya penoso estado hasta el punto de que a la mañana siguiente se despertó en uno de los nichos de aquel dichoso cementerio, compartiendo espacio con un cadáver.

Entre el espanto y la resaca solo atinó a salir de allí amontonando varias cruces contra el muro de cierre para poder saltarlo, de modo que por Boo no tardó en correr la noticia de la profanación del cementerio, que incluía la infamia contra los muertos y los símbolos cristianos y como consecuencia la acusación de que aquel joven estaba verdaderamente endemoniado.

A Santiagón no le quedó otra que buscar un buen consejo y lo encontró en un compañero de trabajo, mucho más cabal que él, que no vio más alternativa que dirigirse al cura del pueblo. Seguramente no recuerden ustedes que en otra ocasión ya les conté el gusto por el alcohol de este sacerdote, Manuel Fernández Álvarez, que ha quedado reflejado para la historia en varios escritos del ingeniero Manuel Montaves criticando su enfermedad, pero en aquella ocasión, el de Morcín encontró la horma de su zapato y se presentó en la sacristía acompañado de su amigo y de dos botellas de aguardiente y ofreciéndose, en prueba de su buena intención, a no hablar a favor de la huelga que se estaba preparando en las minas alleranas.

Unas horas y varias copas más tarde, los feligreses pudieron escuchar en la homilía los argumentos de su pastor defendiendo la inocencia de Santiagón y la explicación de que alguien se había aprovechado de su estado de inconsciencia para meterlo en el nicho y gastarle una broma macabra.

Y a lo mejor era verdad. El caso fue que Santiago Álvarez pudo salir con bien de aquel episodio, pero su vida ya estaba marcada por la afinidad con el crimen y no tardó en conocer exilios y cárceles. En la del Dueso coincidió con Tantino Turón y también con Alfonso Vidal Planas, un escritor catalán especializado en personajes marginales y heterodoxos que cuando obtuvo la libertad no tardó en publicar un libro contando la vida del morciniego «El gallo de Santiagón», editado en Madrid en 1927 y reeditado en México en 1979.

Vidal Planas fue un personaje tan curioso como los que retrató en sus obras y así se explica que congeniase tan bien con nuestro protagonista de hoy. Cuando estaba en la prisión cántabra ya era un autor profesional y prestigioso, que había llegado allí tras solucionar a la tremenda un asunto de faldas: en marzo de 1923 mató al dramaturgo vasco Luis Antón de Olmet en una escena digna de un vodevil, disparándole en el saloncillo del Teatro Eslava cuando este dirigía el último ensayo de la obra que iba a estrenar aquella misma tarde.

El escritor solo cumplió tres años de condena, luego en la Guerra Civil frecuentó los círculos anarquistas, y a su final se exilió en Estados Unidos donde trabajó como profesor de español en Nueva York y colaboró en el diario «La Razón» de Los Ángeles. Finalmente, por sus posturas críticas acabó sus días deportado y pobre en Tijuana, donde curiosamente una céntrica avenida lleva su nombre.

También Santiagón logró rehacer su vida y, con esa empatía que los delincuentes famosos acaban teniendo con sus carceleros, logró la recomendación de los jefes de la prisión e incluso del mismísimo don Álvaro de Albornoz, conocido político republicano asturiano. Entre todos consiguieron que se le readmitiese en la Sociedad Hullera de Turón, a pesar de sus pésimos antecedentes, y en consideración a su edad se le cedió una barraca en el pueblo de Lago para que se dedicase a la fabricación y reparación de madreñas para la empresa, mientras su mujer complementaba la economía familiar vendiendo pasteles en una pequeño establecimiento que pudo abrir a la salida de Villapendi.

Cuando llegó Octubre del 34 no dudó en volver a disparar, aunque esta vez buscando fines más nobles, y ya en la Guerra Civil, tal vez buscando un final digno para evitar la vejez que se le venía encima, encontró la muerte en los combates que se registraron en los alrededores de Oviedo.

Dicen que se ofreció voluntario para quemar unas varas de hierba tras las que se protegía una ametralladora enemiga, cambiando su suerte por la de otro joven miliciano al que se le había encargado aquella peligrosa misión. Santiagón lo consiguió y el fuego inutilizó aquella defensa, pero aquella tarde el Diablo era auténtico y le ganó la partida. Era el 22 de febrero de 1937 y él tenía 68 años, una buena edad para morir luchando.