Ya se sabe que lo que las desgracias de unos muchas veces traen alegrías para otros y está es una máxima que se demuestra con cada guerra: mientras unos países se desangran, otros se enriquecen vendiéndoles aquellos suministros que los contendientes dejan de producir. Porque, cuando los obreros se convierten en soldados, campos y talleres se quedan vacíos y no faltan quienes sacan beneficio de esta circunstancia para vender sus productos con los precios inflados.

En octubre de 1853 estalló un conflicto bélico de grandes dimensiones entre el Imperio ruso y una coalición integrada por el Reino Unido, Francia, el Imperio otomano y el Reino de Piamonte y Cerdeña, que tuvo su escenario en la lejana península de Crimea, en el mar Negro. La guerra obligó a cerrar los puertos de Odesa y Sebastopol y en España hubo quien aprovechó la necesidad de abastos que sufrían los ejércitos para vender su trigo multiplicando los márgenes de ganancia.

También dio la casualidad de que la naturaleza contribuyó a aumentar la producción aportando unas condiciones excepcionalmente buenas para la agricultura, con lo que en la Meseta se sucedieron tres años de buenas de cosechas, trayendo la prosperidad de los terratenientes que gustaban de repetir aquello de «Agua y sol, y guerra en Sebastopol», deseando que nunca se acabase ni lo uno ni lo otro. Nada que objetar, sino fuese porque en el otro lado de la Cordillera la situación era muy diferente y la población sufría directamente aquella subida de precios, que venía a sumarse a la mala situación de siempre y a otros desastres coyunturales.

En noviembre de 1854, el cólera volvía a golpear Asturias como ya lo había hecho veinte años atrás, aunque en esta ocasión alcanzó tal virulencia que se llevó a la tumba a miles de personas, seguramente porque la epidemia se cebó en una población famélica y sin ningún tipo de defensas ante la enfermedad. Y es que la lluvia, que había sido una bendición para Castilla, resultó fatal al caer incesantemente sobre las tierras húmedas de la franja cantábrica.

El 1 de marzo de 1853, El Heraldo de Madrid, se refería así a la situación en el noroeste peninsular: «Ha llovido tanto, tanto, que el hambre ha venido nadando, como se dice en este país, donde las lluvias continuadas son un síntoma infalible de miseria. La que se experimenta en la mayor parte de Galicia, especialmente en su montaña, es verdaderamente espantosa?¡El Hambre! Desgraciadamente es cierto, terriblemente cierto este azote con que nos aflige la Providencia, desgraciadamente podemos llamarnos hoy los irlandeses de España».

El periodista hacía esta comparación porque la misma hambruna estaba afectando también a la isla atlántica, en el periodo que se conoce en la Historia cono «El hambre de la patata», aunque allí sus efectos iban a ser tan devastadores que aún hoy se notan en su demografía, ya que al millón de muertos que ocasionó directamente la penuria, se sumó una emigración masiva que redujo considerablemente las posibilidades de crecimiento de su población.

En Asturias la situación no era diferente, y en medio de este desastre tenemos que registrar la publicación del llamado Manifiesto del Hambre, pergeñado por José María Bernaldo de Quirós y Llanes de Campomanes, VII marqués de Camposagrado, al que sus amigos conocían en el trato de cada día como «Pepito Quirós».

Don Pepito, aristócrata y avezado político que ocupó escaño en las dos Cámaras, nació en el palacio de Villa, en Riaño, pero frecuentó las otras residencias que su familia mantenía abiertas en otras localidades asturianas y entre ellas el magnífico palacio mierense que hoy ocupa el Instituto «Bernaldo de Quirós», guardando en su denominación el apellido del ilustre linaje que otrora fue dueño y señor de más de medio valle.

Esta relación histórica justifica por sí sola el librito que acaba de editar la institución académica y que además nos llega en un momento que le devuelve al texto su vigencia, ya que la crisis ha hecho que se vuelva a hablar del fantasma del hambre, que parecía desterrado de la España contemporánea. Aunque ahora, cuando han transcurrido tantos años desde aquel 1854, ya no hacen falta sequías ni pestes para provocar la miseria y nos basta con la acción de los especuladores, herederos de aquellos que se enriquecieron con el trigo castellano y que hoy lo hacen jugando con el dinero de los demás.

El Manifiesto del Hambre fue el fruto de un viaje emprendido por el marqués hacia las zonas más pobres de Asturias, donde pudo ver la marginación y el aislamiento que no se vivía en las casonas de su propiedad, y aunque no logró sacudir su cartera sí lo hizo con su conciencia, impulsándole a seguir el camino de otros grandes hombres, que sin abandonar sus privilegios también abanderaron la causa de los humildes.

Así, don José María Bernaldo de Quirós llevó sus lamentos hasta la Junta General para que los transmitiese con mayor autoridad al Gobierno Central, cosa que se hizo, pero sin obtener más resultados que buenas palabras y la negación de cualquier ayuda, dado que en Madrid se afirmaba que el drama del campo asturiano era ajeno a su gestión y que por lo tanto solo quedaba esperar tiempos mejores. Y por si fuera poco, se exigió además un esfuerzo fiscal aún mayor, ordenando a los Ayuntamientos que en vez de quejarse, se pusiesen al día en sus pagos.

Otra vez nos suenan demasiado cercanos estos argumentos, cuando asistimos a la mayor destrucción de empleo que se ha vivido nunca en esta región.

Cuando el prohombre langreano regresó a casa, le tocó sentir la desgracia en sus propias tierras y quiso contarlo en su manifiesto, señalando la sensación de impotencia que le produjo ver la muerte por inanición de varios miembros de una familia de Villoria, antes de que les pudiese llegar su socorro. Nunca sabremos si fue este episodio, o el agravio de ver como el Estado ayudaba a Galicia mientras dejaba a Asturias a su suerte, lo que le decidió a escribir, pero la respuesta del marqués ante aquel abuso se plasmo en el manifiesto.

Un texto breve, pero durísimo, firmado el 22 de junio de 1854, que intentó publicar en el El Industrial, despertando la alarma del gobernador de Asturias, Juan de los Santos Méndez, conocido como «El Ferre», quien ordenó secuestrar la edición y multar tanto al periódico como a su autor, al que además quiso condenar a dieciocho meses de prisión.

De esta forma se impidió que el pueblo conociese el alegato, pero no se pudo evitar que poco después se levantase en las calles forzando al «Ferre» a abandonar Asturias y nombrando en su lugar una Junta Revolucionaria que no dudó en presidir «Pepito Quirós», quien impuso la calma, seguramente asustado por la deriva que podían tomar los acontecimientos. A la vez, en un acto que hoy nos resulta difícil de comprender y que debemos contemplar desde el estricto código de honor por el que se regía la aristocracia de la época, antes de que este partiese, le dejó refugiarse en la casona que los Camposagrado tenían en Villoria y cuando salió para Madrid lo hizo escoltado por el mítico Xuanón de Cabañaquinta, que como se sabe era un hombre de confianza para los Bernaldo de Quirós y también para sus parientes de la casa de Borbón.

El Manifiesto del Hambre acabó siendo publicado por Protasio González Solís muchos años más tarde, cuando las aguas corrían más tranquilas y el texto se había convertido más en un documento histórico que en un alegato reivindicativo.

Ahora lo recupera el Instituto mierense en una cuidada edición de carácter didáctico en la que han colaborado profesores y alumnos y que incluye -además del histórico texto en español e inglés- unos capítulos sobre la época en la que fue escrito, la biografía del marqués e incluso una reflexión sobre «el hambre de la patata» irlandés. Un trabajo bien hecho, sobre un texto que en este tiempo de retroceso económico que nos toca vivir, resulta especialmente interesante.

Don José María Bernaldo de Quirós falleció en 1865 tras un accidente sufrido al caer de uno de sus caballos de raza. Luego vino el olvido y cuando en los años 70 del siglo XX empezaron a fraguarse los pilares del nacionalismo asturianismo no se reivindicó su figura, seguramente por simple desconocimiento y no por su carácter aristocrático, ya que a nadie se le escapa que Marx también nació en una familia acomodada; Trostky fue hijo de una pareja de pequeños terratenientes; Lenin pertenecía a la pequeña nobleza y los teóricos del anarquismo Pedro Kropotkin y Miguel Bakunin llegaron al mundo siendo nada menos que príncipes.

Y es que está escrito que la revolución de los hambrientos termina en la primera panadería.