En la madrugada de este 23 de marzo ha muerto Felipa del Río; sin ella Mieres se hace un poco más pequeño. La conocí buscando testimonios directos de los hechos de octubre de 1934 y los desastres que vinieron después, en unos años en los que aún era fácil encontrar a los testigos que lo habían vivido. La primera sorpresa llegó cuando pude comprobar que, al contrario de los demás, Felipa no se limitaba a guardar sus recuerdos, si no que seguía comprometida en dos empeños: honrar la memoria de quienes habían muerto en aquellos años por defender la Libertad y reclamar los derechos de sus familiares.

La verdad es que no recuerdo cual fue el momento en el que dejé de anotar los datos que me iba contando, pero sin darme cuenta, lo que había empezado como un trabajo de campo, acabó transformándose en una amistad en la que los detalles con interés histórico empezaron a alternarse con las impresiones personales y los comentarios sobre la realidad de cada día. De forma que el bolígrafo acabó arrinconado por la palabra y aunque haya nombres y situaciones que solo ella recordaba y que ahora mi mala memoria me impide repetir, no me arrepiento de haberlos perdido para siempre.

Felipa del Río Fernández había nacido el 13 de septiembre de 1917 en Villagómez La Nueva, un pequeño pueblo de la provincia de Valladolid; sus padres fueron Emilia y Mariano, que trabajaba allí como herrero, y ella fue la última de los seis hijos de aquel matrimonio (tres hermanos y tres hermanas).

En 1919, después de una sucesión de malas cosechas que llevó el hambre a la Tierra de Campos, fueron muchas las gentes que vinieron hasta las cuencas mineras asturianas atraídas por los salarios que ofrecía la explotación del carbón. Así llegó aquí mi propia familia, y también la de Felipa, que entonces solo tenía dos años.

Ya en Mieres, su padre empezó a trabajar en una pequeña fragua a la entrada de El Peñón, mientras los tres hermanos varones también se incorporaban al trabajo minero. Dos de ellos salvaron sus vidas en julio de 1923 cuando ocurrió en el interior del pozo Baltasara un accidente que dejó 13 muertos. La conmoción de aquel día fue el primer momento trágico en la vida de Felipa, que aún era capaz de contar como los niños que querían acercarse hasta el castillete fueron apartados por los adultos para que no pudiesen ver la salida de los muertos.

La familia del Río vivía entonces en Rioturbio y desde allí se trasladaron a Santa Cruz y luego a Ujo, donde pasaron la Guerra Civil y la posguerra.

Uno de los recuerdos más queridos de Felipa siempre fue la manifestación del 1 de mayo de 1934, porque en ella conoció al que habría de ser su marido, Narciso Gil, hijo de otra familia de emigrantes leoneses, también minero, aunque más tarde trabajó en las obras de la traída de aguas que entonces se construía entre Aller y Mieres. Se casaron en 1936 y el mismo día en que Narciso debía incorporarse a un nuevo trabajo en la Fábrica de Mieres, comenzó la Guerra Civil en la que él participó dentro de un batallón que operaba en la zona de Colloto, obteniendo el grado de teniente.

Tras la victoria franquista, Mariano, el padre de Felipa, que nunca había tenido significación política, fue asesinado, arrojado por unos falangistas al paso del tren en la estación de Ujo. Por su parte, Narciso también estuvo detenido en la misma población hasta que fue trasladado a la cárcel de Oviedo donde tras un simulacro de juicio cayó fusilado el 31 de mayo de 1938. Desde entonces está enterrado en la Fosa Común del cementerio de San Salvador.

Felipa pudo llegar aquel día hasta el lugar de los disparos con tiempo para recoger unas balas que hasta hace pocos años conservó como un tesoro y que ahora están incrustadas en el monumento que señala el punto en que se producían los fusilamientos.

Con el final de la guerra, quedaron a su cargo sus hijos, Narciso y Olga. En cuanto a sus hermanos, uno también murió en el frente de Bilbao, casi al mismo tiempo en que nacía su hijo en Mieres, y el segundo desapareció dejando viuda y seis hijos, aunque seguramente sus restos se encuentran en alguna de las fosas comunes del Alto Aller. El tercero pasó en prisión más de una década, primero por su pertenencia al ejército republicano y más tarde por su militancia política.

Toda la familia tuvo que vivir entonces de lo que daba una pequeña tienda abierta en su casa de Ujo, ayudándose con el estraperlo que las mujeres realizaban yendo a buscar productos de primera necesidad a León para venderlos clandestinamente en Asturias. Felipa fue testigo en varias ocasiones de la muerte a tiros de algunos compañeros cuando intentaban escapar de la Guardia Civil que perseguía esta actividad vigilando los trenes que volvían de la Meseta.

Por esta actividad su madre Emilia fue detenida y condenada a 200 días de reclusión domiciliaria y en 1942 ella misma pasó 100 días en la cárcel de Oviedo al no poder hacer frente a una multa de 1.000 pesetas.

En los años 60, tras cuatro años sin recibir noticias de su hijo Narciso, que se había trasladado hasta Belmonte de Miranda para solicitar un trabajo, decidió dejarlo todo y emprender su búsqueda; por fin pudo encontrarlo en Bilbao y se quedó trabajando varios años junto a él en el País Vasco, primero con un pequeño comercio y luego en Zarautz cuidando a una anciana, hasta que en 1972 regresó definitivamente a Mieres.

Aquí empezó a participar desde su creación tanto en las actividades de la Asociación de Familiares y Amigos de la Fosa Común de Oviedo como en la Asociación de Viudas de la República «Rosario Acuña», desarrollando un trabajo infatigable que la llevó a recorrer juzgados, archivos y despachos y a mantener encuentros con los políticos de aquellas primeras legislaturas del postfranquismo, que, con independencia de su ideología, pudiesen ayudar a solucionar los problemas económicos, jurídicos e incluso de integración social que venían padeciendo aquellas mujeres.

Por fin, la Ley 5/1979, de 18 de septiembre, promulgada por el gobierno que presidía Adolfo Suárez, aprobó el reconocimiento de pensiones y la asistencia médico-farmacéutica y social de las viudas republicanas, con el derecho a acceder a las residencias y hogares del servicio social de asistencia, en igualdad de derechos con los demás pensionistas. Entonces su vieja casa del desaparecido barrio de La Mayacina, se convirtió en un lugar de esperanza para muchas familias que en alguna ocasión llegaron a formar colas ante su puerta buscando un consejo para su situación personal.

Felipa, que no contaba con más formación que su propio aprendizaje, logró establecer contacto con distintas asociaciones que ya funcionaban en otras Comunidades y en el exilio francés y pronto se encontró redactando solicitudes al Archivo Histórico de Salamanca a la vez que rastreaba por registros de toda España la información necesaria para que centenares de expedientes pudiesen resolverse con éxito. Una labor que el pueblo de Mieres reconoció otorgándole el galardón «Mierense del año» en 2006.

Los tres puntales que sustentan la reivindicación de lo que se ha dado en llamar memoria histórica española son la Verdad, la Justicia y la Reparación y, apoyándose en las dos primeras, Felipa del Río acaba de pasar a la historia de Asturias como el símbolo de la tercera -la Reparación- porque, por encima de cualquier otra circunstancia, dedicó su vida a intentar restañar las heridas que se abrieron un día en este país.

Alguna vez la vi llorar recordando los malos momentos, pero nunca jamás escuché de sus labios la palabra venganza. En mil ocasiones la oí hablar de cambiar este mundo por otro mejor. Honrar a quienes dejaron su vida en este empeño, pero sin volver la vista atrás, seguir luchando. Eso es lo que me enseñó.

Con un abrazo para su familia y Marisa, que con tanto cariño la supo acompañar.