El 15 de febrero de 1934 el doctor Vital Aza leyó su discurso de entrada en la Academia Nacional de Medicina. El tema elegido era tan polémico entonces como lo sigue siendo ahora: «Derechos y deberes biológicos de la mujer». Como es norma en estas instituciones, le siguió una contestación, que en este caso corrió a cargo de otro colega, en este caso don Enrique Slocker, quién quiso concluir su intervención con esta frase: «la Academia está de enhorabuena. Ha entrado un señor».

Vital Aza Díaz fue hijo del comediógrafo del mismo nombre, y si aquel ya era una persona querida en Mieres, él aumentó este cariño demostrando el amor a su tierra con numerosos gestos, tanto de amistad como de solidaridad económica con los más humildes de la villa, como veremos después de hacer un pequeño resumen de su biografía.

Nació en la casona familiar que la familia Aza tenía en el n.º 34 del barrio de Oñón el 16 de junio de 1890 y cursó estudios de bachillerato y medicina en Madrid, donde obtuvo su licenciatura en 1913 en la Facultad de San Carlos, la misma por la que había pasado su progenitor antes de dedicarse por completo al mundo de las letras. Pero él, al contrario, siempre tuvo claro que quería ser médico y tuvo la suerte de que esta actividad profesional fuese a la vez su pasión, por eso se involucró tanto en ella que ocupaba el tiempo que le dejaban las consultas en escribir artículos relacionados con temas de salud en revistas especializadas y diarios madrileños.

Así llegó a convertirse en uno de los ginecólogos más afamados del país, con un currículo admirable: presidente de la Asociación Ginecológica Española, de la Asociación Nacional de Tocólogos y de la Asociación Española de Escritores Médicos. Fundador de la «Sociedad Española para el estudio de la Esterilidad» y creador y patrocinador de un premio al que quiso dar el nombre de su maestro «Sebastián Recasens». Fue también redactor-jefe de la «Revista Española de Obstetricia y Ginecología» y autor de varias monografías sobre su especialidad profesional.

En aquel mismo 1934 fue nombrado presidente de Honor de la Asociación de Huérfanos de Médicos y al mismo tiempo sus compañeros rotarios de Madrid también le hicieron encabezar la directiva de su Club; un episodio que ya les contado hace años en esta misma página. Luego, cuando llegó el franquismo, que veía enemigos en cualquier en cualquier grupo que careciese de un capellán, la asociación fue prohibida y el doctor estuvo a punto de perder su título profesional y tuvo que pagar su afiliación con la retirada de su pasaporte.

Vital Aza residía en la capital, pero pasaba los veranos en Mieres, tanto para descansar como para preocuparse por la salud de sus vecinas a las que atendía en un pequeño consultorio habilitado en su misma vivienda. Allí las recibía en el mes de agosto, reservando la mañana de los domingos para la consulta gratuita de las pobres del concejo y cuando la cosa revestía gravedad, no dudaba en llevarlas hasta la clínica «Santa Alicia», que tenía abierta en la esquina de la calle Ramón de la Cruz con Montesa, en el mismo Madrid, haciéndose cargo tanto del tratamiento y la estancia, como del viaje, si las pacientes no podían costeárselo.

El sanatorio era un buen edificio conocido por muchos mierenses que lo tenían como una parada obligatoria cuando el viaje les obligaba a pasar cerca, y la hospitalidad del doctor hizo que pudieran visitarlo incluso varias agrupaciones locales, desplazadas ex profeso hasta el altozano en que se ubicaba. La iniciativa de construirlo allí había sido de María Fernanda, su mujer, y el matrimonio vivía en uno de los pabellones para que Vital pudiese estar cerca de las enfermas.

Allí hacía una vida metódica: se levantaba siempre a las ocho y media, pasaba la visita, recibiendo las novedades de la enfermera del turno de noche, luego operaba y las doce y media daba un paseo con su perro hasta la hora de comer -siempre a la una y media-, luego dedicaba las tardes a la consulta; menos los jueves, que se iba a su finca de La Cuesta de Las Perdices, y los domingos, dedicados a los toros, el cine y el teatro. Una afición heredada de su padre, al que rendía homenaje atendiendo también gratis a las actrices y gentes de la farándula que requerían de sus servicios.

La clínica «Santa Alicia» era además un referente cultural. Por ella pasaron numerosos hombres de letras, como los hermanos Álvarez Quintero o el premio Nobel Jacinto Benavente y en una de sus habitaciones murió en enero de 1938 el gran novelista Armando Palacio Valdés.

A Vital Aza le gustaba Asturias y nunca se negó a impartir conferencias cuando se lo reclamaban desde cualquier punto de la región, dejando sus enseñanzas en foros, ateneos, centros recreativos y culturales y cualquier clase de entidad cultural. En Mieres colaboró con la Asociación de Caridad y fue requerido por el Ateneo Mierense para hablar en el Teatro Pombo y por el Sindicato Minero en la Casa del Pueblo. Lo hizo con gran éxito de público y remató además su charla con generosas donaciones para que ambas instituciones pudiesen mejorar sus bibliotecas.

De manera que no fue extraño que recibiese constantes muestras de cariño y aprecio por parte de su población, aunque siempre intentó evitar este tipo de actos. En 1932 rechazó un homenaje que el pueblo mierense quiso rendirle, aduciendo que él sólo hacía lo que tenía que hacer y que además le gustaba hacerlo, por lo que no había ningún motivo para el agradecimiento. Pero no pudo evitar que se realizase al año siguiente gracias a la petición firmada por cientos de vecinos de todas las condiciones sociales e ideologías políticas «en testimonio de gratitud por su intervención desinteresada y acendrado amor a los pobres».

En un curiosísimo documento de más de treinta páginas conservado por su familia, que por su interés ya forma parte de la historia local, pueden verse los nombres de toda la sociedad de la época: ex alcaldes, empresarios, obreros, líderes políticos, médicos, comerciantes, vecinos anónimos. Allí están en dos columnas, codo con codo, Ventura, la viuda de Manuel Llaneza y Carmen Vigil, conocida por sus simpatías con la Alemania nazi; los hombres del Bloque Obrero, Benjamín Escobar y Luis Grossi, junto al socialista Ramón González Peña y otros jóvenes, que desgraciadamente acabarían convirtiéndose en pistoleros de camisa azul y gatillo fácil.

En fin, la lista es tan grande, los apellidos tan variados y los contrastes tan curiosos, que no estaría mal editar algún día un facsímil de este testimonio único, que es la prueba de la unanimidad de afectos que solo un hombre como Vital Aza fue capaz de lograr en una sociedad en la que ya se estaban viviendo unas tensiones que iban a acabar bañando en sangre las calles de la villa.

Nuestro doctor fue además un hombre que cultivaba el sentido del humor heredado de su padre. Sus anécdotas son innumerables, pero como el espacio no da para más, he escogido como ejemplo una que contó su sobrino Luis Solana Aza y ya se recogió en el álbum de Fiestas de San Xuan de 1987. Sucedió en la casa que la familia del testigo tenía en Almodóvar del Campo y que a veces visitaba Vital, deteniéndose según su costumbre en atender gratis a las pobres del lugar.

La madre de la cocinera de aquella familia se negaba a hablar a pesar de que oía perfectamente, lo que la convertía en una muda imaginaria. Era una mudez histérica que el médico atajó convenciendo a la enferma para que tomase unas cápsulas. «Todo depende de lo que pase mañana; si su orina es azul estará usted curada y si no es así se quedará muda para siempre», le dijo.

Al amanecer se oyeron unas voces que rompieron el silencio de la casa: «¡Viva el doctor Vital Aza, que me ha curado la mudez!»: lo que le había dado eran unas pastillas de azul de metileno, inocuas, pero que al parecer tienen esa propiedad? así era él.

Murió el 12 de octubre de 1961 y en una necrológica que publicó en el diario «ABC», su amigo César González-Ruano contó como al mismo tiempo que uno de sus hijos se casaba en la capilla de su sanatorio, él, que sabía que su salud estaba fatalmente minada, quiso recibir en un aparte la extremaunción. Mientras pudo no dejó de atender a sus pacientes, apenas quince días antes del momento fatal hizo su último diagnóstico, luego se fue apagando en silencio.

En Madrid, la clínica «Santa Alicia» fue adquirida por el Ayuntamiento para reconvertirla en centro de salud. En Mieres, la casa de Oñón dejó paso a un polideportivo, pero lo importante es que en el recuerdo de las buenas gentes su presencia sigue viva.