¡Ah, el cinabrio! Rojo como si fuese la sangre de la tierra, capaz de enriquecer rápidamente a los capitalistas que invirtieron en él y de matar con la misma velocidad a los mineros que se emplearon en sus minas. En la primera mitad del siglo XIX se convirtió en un mineral imprescindible para la industria de la guerra que lo empleaba para la fabricación de detonantes, por lo que elevó su cotización haciendo que los geólogos lo buscasen con el mismo interés que empeñaban en las minas de oro. Y -no podía ser otro- Guillermo Schultz acabó encontrándolo en Asturias.

Al alemán, que era inspector del distrito de Asturias y Galicia le llegaron unas muestras recogidas en el invierno de 1838 en una calicata en La Peña, en Mieres, y no tardó en mandarlas a un laboratorio para que se determinase su pureza. Los resultados que recibió fueron tan satisfactorios que poco después buscó unos socios para financiar la apertura en el lugar de Los Argayos de una galería de reconocimiento de más de 120 varas de largo.

Después de haber gastado 2.000 duros en dos años de trabajos, se encontró un banco de cuartita con algunas impregnaciones de eflorescencias cinábricas y una capa de muy mal carbón, también manchado de cinabrio que no lograron convencer a los inversores por lo que después de una visita del ingeniero Gómez Pardo se abandonó esta labor y también los socavones de El Terronal y La Flecha. Pero Schultz no cejó en su empeño y en cuanto pudo volvió a reorganizar una compañía, esta vez con más pretensiones y la seguridad de la recompensa final.

Así nació la empresa El Porvenir de Asturias, constituida en Madrid en 1842 con 102 socios que aportaron 60 reales de vellón por acción y no tardaron en ver multiplicado su dinero, ya que pronto se presentó en La Flecha un «manchón de hermosísimo cinabrio» con un rendimiento del 58% y un 7% por término medio en el mineral impregnado.

A falta de los instrumentos precisos para beneficiar el mercurio, que empezaron a buscarse en el extranjero, se almacenaron muchos miles de quintales de mineral, mientras las acciones llegaban a venderse al increíble precio de 12.000 o 13.000 reales cada una, libres de todo gasto.

La fiebre roja no tardó en atraer a nuevos inversores que también formaron sus propias compañías adquiriendo en algunos casos minas más antiguas, como consta en la documentación de la época, donde no deja de llamar la atención esta intensa actividad dedicada al almacenamiento del mineral, ya que en aquel momento se carecía de la tecnología precisa para la destilación, que tuvo que encargarse a fábricas extranjeras.

En aquel mismo 1842, 190 accionistas, la mayoría de Mieres y Lena se unieron en La Concordia, para buscar en Brañalamosa (Lena) y en mayo del año siguiente se constituyó La Unión Asturiana, dirigida por Pedro José Pidal, con accionistas de todo el país que aportaron inicialmente cuotas muy pequeñas: 500 acciones a onza de oro, que se cubrieron en pocos días sobre las explotaciones de La Peña, en Mieres, y Maramuñiz, en Lena, aunque a la hora de la verdad tuvieron que hacer un desembolso extraordinario para completar aquel capital inicial.

Esta empresa diversificaba su inversión con otros minerales. Era propietaria de sendas minas en otras partes de la región, una de rica y abundante calamina a cielo abierto y otra de galena argentífera que daba un 70 por ciento de plomo y dos onzas de plata en quintales, de manera que en un año había multiplicado por cien los beneficios de su inversión inicial. En cuanto al cinabrio, tuvo éxito cuando dejó de buscar en el cerro de La Peña y decidió hacerlo acertadamente en el sitio llamado Casallena, puesto que seis meses más tarde ya tenían en sus manos 500 arrobas de buena mena y mil quintales de mineral aprovechable, que estaban a la espera de que se pudiese comprar el aparato conveniente para poder beneficiarlo.

Por su parte, la conocida Asturian Mining Company, que luego tras su quiebra acabaría siendo el germen de Fábrica de Mieres, también quiso completar su actividad principal centrada en la fundición de hierro, con la compra de minas de ese mineral y del carbón necesario para sus hornos, pero a la vez registró otros yacimientos de plomo y -por supuesto- de azogue, en la Montaña Central.

La Compañía Anglo-Asturiana también conocida como Compañía Minera Asturiana fue la última en formarse, el 17 de septiembre de 1844 con un capital social de 5 millones de francos, aportado por capitalistas y financieros británicos, franceses y españoles tan importantes como José Safont, José de Salamanca y Mayol, el futuro marqués de Salamanca, y Juan José García-Carrasco, conde de Santa Olalla.

El 30 de junio de 1845, en su primer informe anual, que leyó en las oficinas de Londres su presidente Gedeón Colguhoun se comunicaba la satisfacción de los directores de la explotación que calculaban el valor de la mina al menos en 360.000 reales y se decía que se había encontrado una veta de cuatro pies de espesor de la que se podrían extraer de 300 a 400 libras de mineral al día. Por su parte, en Lena la mina Eugenia daba también muy buena impresión y dejaba a la vista hermosos trazos de cinabrio. En aquel momento, la demanda de mercurio hacía que estas vetas prometiesen muchas más ganancias que cualquier otra empresa mercantil y con estas perspectivas se tomó la determinación de constituir una sociedad anónima.

Sin embargo, a pesar de que hizo venir hasta nuestras cuencas desde Inglaterra a sus operarios especializados, incluso con sus herramientas, y de establecer un avanzado sistema de lavado por pilas, la empresa detuvo inesperadamente su producción porque perdió su filón y tuvo que iniciar un nuevo plan general del terreno y un estudio geológico. Por fin, La Compañía Minera Asturiana empezó a fundir a mediados de 1848, hasta que una Real Orden de 26 de junio de 1849 le negó la autorización para que pudiera continuar con sus operaciones, porque los accionistas no habían desembolsado la totalidad del capital social de acuerdo a la ley de Comercio que entonces estaba vigente. Así, quedó disuelta y sujeta a liquidación.

En enero de 1846, «El Español» informaba que la compañía cinábrica de El Porvenir seguía extrayendo diariamente algunos quintales de rico mineral de La Flecha mientras esperaba la inminente puesta en marcha de su horno para el beneficio, de tal forma que era de suponer que en menos de un mes el gobierno ya podría examinar y apreciar el mercurio asturiano. A la vez estaba pendiente de que llegasen los modernos aparatos que había encargado en la ciudad belga de Lieja y que debían seguir el sistema adoptado con éxito en las minas de Ripa, en La Toscana, reducido a unas retortas refrigeradas con una lluvia continua, con lo que se esperaba obtener mucho mercurio, sin pérdida sensible y a un precio módico.

En mayo, el corresponsal de otro diario, «El Heraldo», escribía desde Gijón sobre los progresos que iba haciendo la empresa El Porvenir sobre sus ricos criaderos, contando que ya funcionaba en Mieres un taller para la construcción de útiles precisos y hornillo para el beneficio del mineral edificados cerca de las minas y con operarios «activos e inteligentes».

Efectivamente, aquella primavera ya se pudieron destilar en aparatos pequeños y provisionales quinientas arrobas de azogue que se entregaron al Gobierno según lo previsto en la legislación vigente. En cambio, La Unión Asturiana, aún no tenía montado su horno de destilación y trabajaba «con poca animación e incluso con inercia y apatía», pero sus minas de cinabrio, calamina y galena seguían dando buenas ganancias y por ello el periodista preveía que Asturias se iba a convertir en una nueva Albión o una pequeña Suiza.

Tampoco avanzaba al ritmo previsto la fábrica de fundición de la compañía Anglo-Asturiana, que a las dificultades que se le presentaban sobre el terreno elegido para su explotación tuvo que añadir en junio de aquel año el problema de conducir varias piezas de la maquinaria que llegaban desde Inglaterra y que se llevaron hasta Mieres sobre varios carros construidos al efecto para poder soportar su peso.

Cuando Pascual Madoz publicó su famoso Diccionario Geográfico Estadístico Histórico de España, con datos recogidos entre 1845 y 1850 se encontró con que estas cuatro empresas -La Unión Asturiana, El Porvenir de Asturias, La Anglo-Asturiana y La Concordia- ya extraían cinabrio de una docena de minas en nuestra región. Luego no tardaron en llegar malos tiempos para este mineral, cuya historia, hasta nuestros días ha sido mucho más irregular y desconocida que la del carbón, oscilando según los tiempos entre la euforia y el fracaso, lo que la convierte en mucho más interesante.