Desgraciadamente los accidentes ferroviarios vuelven cada cierto tiempo a la actualidad. Para completar un informativo con las noticias de la catástrofe del Alvia de Santiago, me preguntaron algunos datos sobre los sucesos de esta índole que han tenido lugar en nuestra región y les di los detalles del de Villallana el 6 de abril de 1950, donde hubo 19 muertos. Seguramente ha sido el más importante de los registrados dentro de este territorio, pero curiosamente el más grave para los asturianos tuvo su escenario en tierras palentinas y sobrecogió a nuestros ancestros en 1922 porque casi todas las víctimas residían aquí.

El desgraciado suceso se produjo en la madrugada del martes 11 de julio de aquel año cuando el tren correo de Asturias nº 423 pasó la estación de Paredes de Nava sin detenerse y se empotró contra el rápido de Galicia nº 406 que estaba en la aguja de salida en dirección León, concretamente en el km 527 de la línea entre Villada y Palencia, volcando sobre él.

El tren gallego había salido de La Coruña a las cuatro de la tarde y llevaba pocos pasajeros, mientras que el correo había dejado Madrid a las seis formando un convoy integrado por la máquina, el furgón, el coche correo y nada menos que 11 vagones atestados de viajeros que se dirigían a descansar en las playas del Cantábrico y de familias asturianas que -a la recíproca- regresaban de pasar unos días en la capital.

Como suele suceder, se manejaron varias posibilidades para explicar la causa del choque. En una primera versión se afirmó que el jefe de estación de Paredes había dado paso al correo pensando que le daba tiempo de sobra para llegar a la estación próxima, que solo está a 7 km, puesto que todo ocurrió a las tres de la mañana y aunque el correo debería haber pasado por ese punto a la una, venía con dos horas de retraso; pero no tardó en saberse que no podía haber sucedido así, puesto que el lugar de la catástrofe dejaba atrás los andenes, lo que evidenciaba que el convoy se había saltado la parada. Por su parte los viajeros supervivientes no pudieron aportar más detalles porque casi todos iban durmiendo y cuando se dieron cuenta ya había pasado todo.

El miércoles 12, «La Época», uno de aquellos diarios que en otra época sacaban su edición por la tarde, daba a sus lectores madrileños una información sensacionalista según la cual había un culpable: el maquinista del correo, quien iba embriagado y al que se le había visto aprovechando la parada en la estación de Palencia para acercarse a tomar un vaso de vino en la cantina; luego -según el periodista-, ya sin saber lo que hacía, en vez de parar en la estación de Grijota hizo que el convoy cogiese velocidad y no se detuvo, pasando también de largo las de Villaumbrales y Becerril.

Aquella crónica añadía el dato de que la pareja de la Guardia Civil que habitualmente viajaba en cada tren de largo recorrido, percatándose de la anormalidad y en un intentó de llamar la atención del imprudente ferroviario, montó sus fusiles y empezó a disparar al aire por la ventanilla de su vagón, aunque sin obtener ningún resultado, de manera que el tren se saltó los discos de entrada a la estación de Paredes de Nava a 84 km por hora y nada pudo impedir el desastre.

Muy distinto fue el resumen de «El Noroeste», que también responsabilizaba al maquinista del correo, pero explicando que todo se había debido a un inexplicable error que le hizo confundir la estación de Paredes donde la parada era reglamentaria, con la de Becerril que es la inmediata y en la que entonces en servicio ordinario no había que detenerse. El hombre, que resultó muerto, se llamaba Vicente Abella y pertenecía al depósito de Valladolid, siendo hijo del antiguo jefe del depósito de máquinas de León, don Inocencio Abella. Sin embargo, el diario gijonés no escatimaba las críticas a la deficiencia de servicios de la Compañía del Norte, cuyos socorros tardaron en llegar tres horas hasta el lugar de la catástrofe a pesar de que se habían pedido auxilios a León a los pocos minutos del choque.

Desde Palencia se envió también a la ambulancia de la Cruz Roja y los médicos de la casa de Socorro que viajaron en otro automóvil, pero para mayor fatalidad, este segundo vehículo volcó al pasar un puente sobre el canal de Castilla a la altura de Grijota y los doctores heridos no pudieron desempeñar su labor, de modo que la atención sanitaria quedó bajo el control de los sanitarios de la propia compañía del ferrocarril, ayudados por todo el personal de vía y obras de Venta de Baños y Palencia que se desplazaron en trenes de socorro con material de urgencia y brigadas de obreros y voluntarios de la zona.

Entre tanto, en el lugar del siniestro, como podemos suponer, el escenario era dantesco. La prensa se extendió en detalles sobre la recuperación de los cadáveres y el traslado de los heridos y se escribió que a pesar de que era verano hacía un frío intenso y los viajeros supervivientes tuvieron que encender hogueras mientras se hacía su transbordo.

Se informó de que el cadáver del maquinista había aparecido debajo de la máquina pero con heridas insignificantes, por lo que se presumió que había muerto de la impresión producida al ver el choque y el estado de las víctimas. Mientras tanto, los lectores asturianos se sobrecogieron al saber algunos casos en los que se había cebado la desgracia, como el de la familia ovetense de doña Engracia Alonso, que había resultado muerta junto a sus dos hijas y tres nietas, o la anécdota macabra de un joven matrimonio que se encontraba en viaje de novios y solo pudieron identificarse por el alfiler que él llevaba en la corbata y el anillo nupcial de ella.

En la lista de víctimas también abundaban los personajes conocidos, allí podían leerse los nombres del indiano Francisco Villar y su hijo, dueños de una importante compañía de tabacos que llevaba su apellido en Cuba; de una hija y una nieta del alto empleado de la Sociedad Hullera Española Joaquín Costa, residente en Madrid; de dos miembros -padre e hijo- de la conocida familia gijonesa Armán o del magistrado don Leonardo Recuenco presidente de la sala de lo civil de Oviedo.

Pero, entre todos, destacaba un caso particularmente dramático para los habitantes de la Montaña Central: en el tren correo viajaba el administrador del conde de Mieres, señor Garaizábal, con su esposa, cuatro hijas y su sirvienta Isidora Herrero, natural de La Peña. Solo él y una de las hijas pudieron salvar la vida.

Desde Mieres, el conde se desplazó hasta Paredes de Nava, acompañado por altos empleados de su empresa para recoger los cadáveres y a los dos supervivientes. A las cuatro y medía de la tarde del día siguiente una multitud pudo recibir al camión que traía los ataúdes y acompañar a la comitiva fúnebre hasta el cementerio de la Rebollada en un cortejo presidido por él y encabezado por los ingenieros de Fábrica; allí estuvieron también las autoridades locales, mientras el señor Garaizábal, que había llegado en automóvil, se vio incapaz de estar en el desfile y se limitó a presenciarlo desde el edificio de la gerencia.

Otra consecuencia menor del accidente fue la pérdida de toda la correspondencia, la prensa y la paquetería que traía el vagón correo, que quedó destrozada y ensangrentada, salvándose únicamente los valores declarados, que fueron llevados hasta Oviedo para ser recuperados por sus propietarios.

En cuanto a los heridos, la mayor parte fueron trasladados a Madrid, Oviedo y Gijón, salvo aquellos que por su estado más grave tuvieron que quedar hospitalizados en Paredes de Nava y Palencia y algunos de ellos acabaron falleciendo en los días siguientes al choque por lo que nunca se supo con exactitud la cifra total de los muertos, aunque se ha cerrado el número en 32 y 19 heridos de extrema gravedad. Un número que se queda corto al ver las informaciones de prensa del momento: primero se dijo que eran 5, luego 8, después 12 y el día 14, cuando ya habían transcurrido 48 horas del suceso se informó de que ya se había contado 40 cadáveres y al menos otros 10 permanecían aún entre el amasijo de hierros sobre el que se trabajaba incesantemente.

Un dato curioso que no puedo dejar de contarles es que en el tren que había partido de Galicia, a pesar de haber recibido el impacto, apenas hubo heridos de gravedad y todo quedó en un susto para personajes tan ilustres en aquella comunidad que iban en sus vagones, como el diputado José Barreras, el presidente del Consejo de Administración de los Tranvías, Sr. Gunche, el senador Eladio de Lema y -sorpréndanse- el político José Calvo Sotelo, que dos meses antes había cesado como gobernador civil de Valencia y viajaba con un cortejo de 11 personas, entre familiares y servidumbre. No hará falta que les diga que aquella madrugada pudo haber cambiado la historia de España.