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Panza arriba

Cataluña antes de la independencia

La capacidad de crear ilusiones para sentirse como un pueblo

Cataluña antes de la independencia

Tendría que estar en Barcelona y estoy en Mieres. No en el Mieres de Girona, cerca del lago Banyoles, sino en el del Camín. De todas formas, aprovecho para practicar catalán en el Yaracuy. Lo habla, aunque sólo sea para tocar las narices, un profesor de gimnasia de los tiempos en que la gimnasia se llamaba gimnasia y no educación física. Debe de ser porque le van bien las cosas al Barça. Meterse en un templo de madridismo como el Yaracuy hablando catalán, manda narices. Están los tiempos un poco revueltos como para hacer profesión de fe de que te gusta Cataluña. Yo también lo hago. Ahora, con más razón. Cuando ser catalán encierra un ilusión que no se encuentra en el hecho de ser extremeño, ser vasco o ser asturiano. Que un millón de personas se den la mano, como si estuviesen bailando la danza prima, para unir la frontera norte del país con la sur, es un acto de fe. Una ilusión, como todos los actos de fe. Pero, como de ilusión también se vive, es una ilusión que embriaga. Luego, como la realidad aplasta, vendrá el referéndum -o la prohibición de llevar a cabo el referéndum- y Cataluña seguirá formando parte de España. Como Escocia del Reino Unido. Pero, la ilusión ya está creada. De nuevo, como en el 82, todo el mundo vuelve a hablar de Cataluña. Como un país. Como un lugar diferente. Pertenezca a donde pertenezca políticamente. Una ilusión que no crea España. Por más dinero que se invierta en la marca España. Para crear una ilusión no se necesita dinero. Se necesita, por ejemplo, a un millón de personas cogidas de las manos. Miles de gargantas cantando juntas "que no em sap cap greu / dur la boca tancada, / sou vosaltres que heu fet / del silenci paraules". Un niño subiendo a la cima de un castellet, aupado por cientos de castellers. La cima de un castellet, desde la que no se va a ninguna parte, pero puede verse el mundo.

Por cosas como estas quería estar estos días en Barcelona. Por la misma razón por la que hice el Camino de Santiago. La misma por la que crucé, con "Los siete pilares de la sabiduría" bajo el brazo, el Wadi Rum. Idéntica a la que me llevó a cruzar los Alpes tras los pasos de Aníbal. O a bañarme en la playa de Matala, en el golfo de Messara, en Creta, mientras sonaba "where have all the flowers gone?" O a peregrinar a Lei Santei Marias de la Mar, a la ermita de Santa Sara -Sara Kali-, patrona del pueblo gitano. Y tantas otras. Que son siempre la misma. Por formar parte de una ilusión. Tan necesaria. Algo cada día más imposible de encontrar en Asturies. Y, ni pensarlo, en España. Podríamos echarle la culpa a nuestros políticos. Pero, no sirve la disculpa. Por muy triste que sea Javier Fernández y muy inútil Mariano Rajoy, los supera y los empeora Arthur Mas. Pero, los catalanes, más allá de las estupideces de sus políticos tienen la capacidad de crear ilusiones. De creer en sí mismo como pueblo. Con la misma fe que mueve a los caminantes a llegar a Santiago y, comprobar, una vez en Santiago, que lo importante ha sido el camino, no la meta. Este camino que emprende Cataluña es lo realmente hermoso. Aunque no lleve a ninguna parte. Porque sólo los pueblos con ilusión existen.

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