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"Fue difícil, pero había que salir adelante"

Cuando el 31 de agosto de 1995, Luis Antonio, un maquinista de tracción de categoría, no estaba en casa para despertar a sus hijos nadie pensó en el hogar de los Espeso Fernández que jamás volverían a ver a este minero, que toda su vida había vivido en Gijón. "Aquel día nos despertamos a media mañana, y fui a ver a mi madre", explica Tamara Espeso, recordando con dolor los minutos previos a recibir de la trágica noticia. "Ella decía que igual se había quedado tomando algo por allí, y como eso era normal entre los mineros, tampoco le dimos más importancia", asegura esta joven, que por entonces tenía quince años, dos más que su hermana Sheila, y trece más que su hermano menor, llamado Luis Antonio, como su padre.

Las horas pasaban. Luis Antonio no llegaba. Acababan de mudarse a un nuevo piso en Gijón, precisamente donde hoy vive su madre. En casa era costumbre poner la tele y la radio, pero aquel día, no saben muy bien por qué, no lo hicieron. "Bajamos al bar de debajo de casa a llamar, porque de aquella no teníamos aún teléfono en casa y el móvil no existía", relata. "Cuando mi madre llamó al pozo y se identificó, le colgaron el teléfono", indica. Algo no iba bien, pensaron. Y llamaron una amiga de la familia que estaba cerca del pozo. Hubo un silencio después de descolgar al otro lado del auricular. "La mujer se quedó muda cuando cogió el teléfono", recuerda Tamara. "Mi madre y yo nos agarramos", solloza todavía hoy cuando se le vienen aquellos trágicos momentos a la cabeza. No había nada que decir. Algo fatal había sucedido. Aquel silencio solo se rompió con el llanto desgarrador de su madre, y con ella echando a correr, sin rumbo, lejos de aquella noticia que acaba de recibir. Se fue hasta las vías de la Feve, cerca de donde vivían. Se sentó, con la mirada perdida, incrédula. Y lo recuerda con una nitidez absoluta.

Su madre, Ramona Fernández, llamó a su tío y juntos cogieron un taxi hasta Ablaña. "Les cobró 5.500 pesetas desde La Calzada hasta Nicolasa", afirma. Las horas siguientes son indescriptibles hasta para una mujer de su entereza.

Tampoco los días posteriores al accidente fueron sencillos. "Al ser algo tan mediático, estás como en una nube, actos por todos los lados, los funerales con la Familia Real, la gente te apoya", afirma Tamara Espeso, que agrega que al poco tiempo, todo eso se desvanece y vuelves a la cruda realidad. "El golpe es aún mayor cuando la mayoría de gente que te decía que iban a estar ahí siempre desaparecen", narra la joven.

El destino, a veces, es implacable. Tres años después de que su padre muriese en aquel accidente, Tamara llegó a Nicolasa, como ayudante minera, categoría que hoy mantiene. Cuando entró en Hunosa su familia y la de las otras trece víctimas seguían en juicios con la empresa. "Fue muy duro, pero había que salir adelante", explicó.

Además, no imaginaba donde iba a terminar trabajando. "A mí me llamaron del sindicato y me dijeron que sí quería entrar en la empresa, que fuera a hacer las pruebas", asegura Tamara Espeso, que agrega: "Hunosa es muy grande, no pensé que iba a acabar donde acabé". Y acabó entrando en la mina. "Me dijeron que tenía que pasar unas pruebas físicas, que iba para adentro y para allí fui", afirma.

El destino quiso que la enviaran a Nicolasa, la explotación maldita para su familia. Empezó trabajando en la roza, con los picadores, pero después la destinaron a la cinta y estaba justo al lado de donde pereció su padre. "Recuerdo estar sentada comiendo el bocadillo en el mismo banco en el que murieron los checos", asegura, con los ojos cristalinos. Llegaba a preguntarse día tras día qué es lo que hacía ahí. Especialmente duro era el hecho de trabajar con los compañeros de su padre, que no se jubilaron hasta días después. "Preguntas, te cuentan, quieres y no quieres saber", recuerda. Pidió la ficha y la lámpara de Luis Antonio, que Hunosa le regaló. "Había una costumbre de no dar a nadie la ficha de los mineros fallecidos en accidente, pero a mí me regalaron la de mi padre", afirma Espeso, recordando que durante años hubo diez lámparas que no se utilizaron, las de los diez mineros de Hunosa que perecieron en el accidente. Los otros cuatro fallecidos, de origen checo, pertenecían a una contrata.

Desde entonces, nunca ha querido trabajar el día 31 de agosto, y con una entereza admirable, asegura que "yo tengo guajes y hermanos, y no me gustaría matarme el día que murió mi padre; si tiene que ser otro día, que sea, pero no ese". Cada año por estas fechas, para Tamara comienza un calvario. "Todo el mundo pregunta, se habla de ello, y para mí es como volver a enterrar a mi padre año tras año, se pasa muy mal", relata.

Junto a ella, hay otros cuatro hijos de mineros que fallecieron en aquel accidente que trabajan en el pozo de Ablaña. Otros dos, que habían trabajado en el San Nicolás, ya lo dejaron. Tamara comparte coche para desplazarse diariamente hasta Nicolasa con alguno de esos huérfanos que dejó la mina y a los que el destino unió de la peor forma: "Son días difíciles, en los que los recuerdos te hacen estar mucho más sensible". Es mucho más complicado este año para Tamara. Tiene 35 años, justo la edad en la que murió su padre.

Después de la tragedia que vivieron en su familia, Tamara, al igual que su marido, que también trabaja en Nicolasa, ha tomado ciertas costumbres cuando sale del tajo. "Siempre llamo o envío un mensaje a mi madre para que esté tranquila, es la señal de que todo está bien", afirma la joven, que reconoce que su madre no lo lleva demasiado bien: "Lo lleva como puede, pero entiende que hay que ganarse la vida".

Ahora sólo espera que el lunes pase cuanto antes. "Como hija agradezco los homenajes, pero se hace todo muy duro y preferimos que nuestro dolor se quede en casa", afirma la joven. Pero también tiene otra visión, la de minera, la de compañera: "Cualquier minero fallecido se merece un homenaje, no sólo por morir junto a otros compañeros". Ahora espera que alguna vez se pueda esclarecer qué realmente pasó ese fatídico día. Pasar página. Que su padre, su familia y ella misma, puedan descansar ya en paz. Tamara saca el móvil del bolso. Envía un mensaje. "Ya salí. Todo bien".

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