Hace ahora un año falleció en la enfermería que tienen los dominicos, en la localidad navarra de Villava, fray Jesús María Rodríguez Arias y luego su cuerpo fue traído hasta Oviedo para ser enterrado en el panteón que tiene aquí esta Orden. Porque él era asturiano, de El Vidural, un pueblo del concejo de Villayón. Tenía 92 años y pocos meses antes pudo conocer que el Vaticano había declarado a Práxedes Fernández "venerable". En el escalafón que la Iglesia católica ha establecido para llegar a admitir la santidad, este es un paso importante: el proceso de Práxedes se inició el 7 de noviembre de 1957 y va despacio, lo siguiente es la beatificación y ya finalmente la canonización, que la convertirá en la primera asturiana en subir a los altares.

Nunca pude ver en persona a fray Jesús, pero sí hablé varias veces con él, siempre por teléfono y sobre las cosas de Práxedes, dado que era el encargado de conducir todo este proceso y quien más sabía sobre su vida.

Desde el principio le dejé claro que mi interés no era religioso y venía de mi condición de historiador de las cosas de Mieres, puesto que ella había nacido el 21 de julio de 1886 en Puente La Luisa (Sueros) y era hija, hermana y madre de mineros, casi todos trabajadores de Hulleras de Turón; pero ambos coincidíamos en el convencimiento de que solo es cuestión de tiempo que esta causa llegue a buen puerto trayendo de paso para esta villa unas consecuencias sociales y económicas, que aún no podemos determinar.

A partir de esta premisa, nuestro trato siempre fue correcto y respetuoso: yo le participé siempre lo que iba conociendo, entre otras cosas, unas cartas de juventud dedicadas por ella a un pretendiente anterior a su matrimonio, cuyas copias me entregó un domingo en La Plaza el descendiente que las conserva y del que desgraciadamente he perdido las señas. Él también me proporcionó amablemente los datos que alguna vez le solicité. Así fueron las cosas y por ello quiero mandar desde aquí mi pésame a los suyos.

Al veterano fraile le gustó que en una de estas historias calificase a Práxedes como la última mística basándome en las penitencias y los suplicios a los que sometía a su cuerpo. El caso es que seguramente estas prácticas ahora son una rémora en un proceso que ya se podría haber resuelto tomando como base su vida sencilla, su generosidad en las limosnas -principalmente a favor de la propia Iglesia- y las numerosas obras de caridad que se le atribuyen, entre ellas el cuidado de una pobre tuberculosa llamada Teresa de Melitón, impedida en el caserío de Remeses, hasta donde subía para curar sus llagas y lavar sus vendajes.

Pero al lado de estos méritos figuran otros actos voluntarios, que hace cien años era señal de santidad, pero resultan más difíciles de encajar en el siglo XXI.

Entre ellos están sus ayunos de hasta tres días seguidos, los azotes y los golpes que se daba con la plancha y el gancho de la cocina hasta dejar su cuerpo tumefacto, el caminar con piedras metidas en los zapatos, la tortura de clavarse agujas bajo las uñas y hasta el exceso de haberse grabado en el pecho con un hierro al fuego las iniciales de Jesús y de María separados por la cruz, lo que hizo dudar de su cordura al médico mierense don José Domínguez, quien lo descubrió cuando la iba a auscultar.

En esta misma línea están las visiones sobrenaturales, que experimentó en varias ocasiones. Según su propio testimonio, al menos una vez pudo ver a Jesucristo en la Hostia envuelto en resplandores, mientras rezaba ante el Santísimo expuesto en uno de sus lugares de oración preferidos: la Capilla de Fábrica de Mieres.

Aunque también en otras ocasiones el contacto con el más allá fue menos agradable. Uno de sus confesores, don Moisés Díaz-Caneja, quien fue párroco de Siana desde 1930 hasta 1934, contó al dominico Enrique Fernández, que el diablo se presentaba ante ella en forma visible para golpearla y como incluso una noche quiso estrangularla.

Enrique fue uno de los cuatro hijos que Práxedes tuvo en su matrimonio con Gabriel Fernández, un electricista de Valdecuna. El último de los hermanos había nacido tres días antes de que el marido falleciese en un accidente ferroviario, pero éste cumplió uno de los mayores deseos de su progenitora profesando en la orden dominicana y publicó su biografía con el título de "Una madre santa de nuestro tiempo".

Para él, estos ataques diabólicos eran un indicio manifiesto de la altísima unión con Dios lograda por nuestra "venerable", ya que no suelen registrarse más que en los últimos grados de la vida espiritual y según San Juan de la Cruz los espíritus malignos castigan así a quienes están en el "desposorio místico", como llamaba a la penúltima fase de la santidad, y al ver que no pueden arrebatar sus almas embisten contra ellos "con tormentos y ruidos corporales".

Pero la visión más notable que Práxedes llegó a contemplar nació de un hecho concreto que les voy a contar. Arturo, su segundo hijo, que siempre había sido algo rebelde, vivió una adolescencia compleja, e incapaz de seguir estudiando ya trabajaba a sus 14 años como recadero pasando mucho tiempo en la calle, alejado de las cosas de la religión. Al ser reprendido un día por su madre, contestó con una blasfemia; unas palabras que, como ustedes supondrán, fueron como una puñalada para ésta. De modo que su primera decisión fue llevarlo a la iglesia para que confesase su falta.

Parece que a veces los hados se confabularon para que las cosas no fuesen sencillas. Primero algún imprevisto y luego un fuerte catarro hicieron que el adolescente dilatase unos días su visita a la iglesia de los Pasionistas y el 20 de enero de 1931cuando viajaba en una camioneta, ésta fue arrollada por el tren a la salida del túnel de La Pereda ocasionando su muerte mientras el conductor salió ileso.

Desde aquel momento, la idea de que su hijo pudiese condenarse por haber muerto en pecado se convirtió en una obsesión, encargó misas por su alma y redobló sus oraciones y sus ayunos hasta que a los seis meses del accidente, cuando asistía a la última misa gregoriana que se aplicaba por él en el altar de Nuestra Señora del Carmen del Convento de Mieres, pudo como ver cómo la Virgen se le mostraba llevando prendido en su escapulario al pequeño Arturo hacia la Gloria. Así se lo oyeron contar los frailes y su hermana Celestina quien añadió el detalle de que el niño sonreía mientras abandonaba el Purgatorio para ascender al cielo.

Nunca sabremos si en esta visión tuvo algo que ver la lectura de las obras de Santa Teresa gracias a un libro que había caído en sus manos en 1930, pero parece seguro que en sus páginas encontró un armazón perfecto para sustentar su concepto de lo religioso y la verdad es que desde aquel día Práxedes se tranquilizó manifestando su alegría porque Dios se lo hubiese llevado antes de que las malas compañías con las que andaba hubiesen acabado de corromperlo.

Después su vida siguió dedicada a Dios, con mortificaciones, misa diaria -a veces hasta tres-, rosarios, asistencia a todas las manifestaciones religiosas de los alrededores y dos horas de oración cada tarde.

Práxedes Fernández se trasladó a Oviedo y allí murió mientras las bombas caían sobre la ciudad sitiada el día 6 de octubre de 1936 de una apendicitis, imposible de operar en aquellas condiciones. En su mesita quedó una colección de estampas de la Pasión, la Virgen y sus santos preferidos junto al crucifijo y la inseparable botellita de agua bendita que siempre la acompañaban.

Actualmente se publica un boletín con informaciones sobre la marcha de su proceso y las gracias y curaciones que los devotos de todo el mundo atribuyen a su intervención desde el más allá. Cuando en Roma se considere que alguno de estos casos es milagroso, será santa.