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"Queremos saber la verdad", claman las familias de los fallecidos en el pozo Emilio

El juicio para esclarecer la muerte de seis mineros en el "macizo 7" sigue abierto tres años después y los allegados piden que "los culpables paguen"

Itziar Ríos, en Pola de Lena. J. R. SILVEIRA

Un tatuaje con las letras J. L. A. luce negro en la mano de Itziar Ríos. Son las iniciales de su marido, José Luis Arias, fallecido hace ahora tres años en el pozo Emilio del Valle de Santa Lucía (Pola de Gordón, León). "Así lo escribía yo en la carpeta del instituto, cuando empezamos a salir" explica. Los recuerdos la ahogan con lágrimas, pero ella sigue hablando: "No quiero que esto se olvide, aunque me muera intentándolo". Arias falleció en la profundidad del "macizo 7", junto a cinco compañeros: Juan Carlos Pérez, Manuel Moure, Orlando González, José Antonio "Toñín" Blanco y Roberto Álvarez.

"Queremos la verdad y que los culpables paguen", es el grito silencioso que desgarra la garganta de sus familiares. Tienen la impresión de que el suceso está sepultado bajo toneladas de tierra y silencio. La primera versión de los hechos apuntaba a una fuga repentina de grisú que, sin aviso, les robó hasta el último aliento. Hay informes de la empresa y de la dirección general de Minas, también han declarado compañeros de los fallecidos y cargos de la Vasco. El proceso judicial, por el momento, sigue abierto.

"¿Que si espero que se haga justicia? espero saber la verdad, porque la única justicia sería que volvieran a casa", afirma Itziar Ríos. Está sentada en la plaza de la Pola, vestida de negro y con la alianza: "Yo, en realidad, no soy viuda. Yo dije que seguiría casada con José mientras le quisiera, y aún le quiero", explica, tocando el anillo que él le puso en el dedo en la iglesia de Santa Cristina de Lena. Una boda para sellar un amor joven, y pronto llegó la niña. Sólo unos años después, nació el pequeño de la casa. "De mis hijos prefiero no decir nada, el mundo sería mucho mejor si todos los adultos nos tomáramos muy en serio nuestra obligación de proteger a los niños".

Una llamada de la Hullera Vasco Leonesa, el 28 de octubre de 2013, redujo todo su mundo a cenizas. "Yo estaba en shock, no fui consciente de lo que pasaba hasta que mi madre me preguntó a qué hospital tenía que ir para ver a José". "Le dije: 'Mama, José murió' y me desmayé". El cuerpo se puso en pie, pero el alma sigue en tierra. "Le echo de menos siempre, los buenos recuerdos son malos porque no los volveré a vivir", afirma. Ha escrito un libro, "Hasta que el grisú nos separe. Amor y muerte de un minero". En esas páginas recoge toda su relación con José Luis, también los días previos del accidente: "Quería que mis hijos tuvieran para siempre un recuerdo, escribir me ayudó en cierta forma, fue una terapia para mí en esos momentos. Pero no me recuperé, aún hoy no me he recuperado".

La muerte de su marido fue una puñalada que aún le duele. "He tenido que oír que por José ya no se puede hacer nada, eso es duro. Se puede hacer justicia". Algunos compañeros se volcaron por defender a los fallecidos. A ésos, dice Ríos, "les estaré eternamente agradecida". Pero no todos, afirma la lenense, declararon con la misma claridad ante el juez: "Sé que José hubiera declarado de otra manera. Pero es que él tenía valor, otros tienen precio". Aquel verano, antes del accidente, José Luis Arias secundaba cada huelga, cada protesta del sector. "Había gente que le decía que para qué, que a él ya le quedaba poco tiempo para prejubilarse. Y él respondía que para los que venían detrás". De hecho, la prejubilación de José Luis Arias se retrasó por un decreto del entonces ministro de Industria, José Manuel Soria: "Me lo robaron y quiero que todos los que lo hicieron lo paguen. No perdono. Me quitaron a mi mejor amigo, a mi marido, al padre de mis hijos".

Así era José Luis Arias, al que sus compañeros llamaban "teya" por su carácter abierto y el buen humor con el que bajaba en la jaula: "Tas como una teya", bromeaba con los mineros leoneses, que no terminaban de entender aquella afirmación jocosa. Al que le gustaba disfrutar de Les Feries, el que adiestraba a los perros que tenían en casa. El padre que llevaba "a caballito" a sus hijos, aún con la espalda reventada de picar carbón. Y el que nunca quería sacar la baja y peleaba por un sector que le dejó sin aire. José Luis Arias, el que llenó de un silencio atronador la abarrotada iglesia de Pola de Lena cuando entró en un ataúd.

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