Federica Montseny fue una de las grandes mujeres españolas de nuestra historia. La han comparado en ocasiones con Dolores Ibarruri porque ambas vivieron la misma época, participando activamente en las luchas del movimiento obrero y en la contienda civil, pero la verdad es que buscar este paralelismo es poco afortunado. Mientras "La Pasionaria" defendió una disciplina férrea para llegar al socialismo, Federica se opuso a las estructuras de poder combatiendo cualquier forma de autoridad, incluso cuando las circunstancias la llevaron a convertirse en ministra de Sanidad y Asistencia Social de la República con el gobierno de Largo Caballero en noviembre de 1936.

Efectivamente, ella fue la primera mujer que ocupó un ministerio en la historia de España, una paradoja que tuvo que asumir el anarquismo español, pero que a la vez nos da el temple de su protagonista cuando sabemos que en solo un semestre y en plena guerra fue capaz de planear comedores para embarazadas y establecimientos de acogida para la infancia y dictar normas sobre asuntos que aún discutimos actualmente como la regularización de la prostitución reinsertando a quienes la practican, el empleo de los minusválidos o el primer proyecto de ley del aborto, que se truncaron cuando el mes de mayo de 1937 tuvo que dejar el puesto después de que Stalin con el apoyo de los comunistas españoles decidiese perseguir al POUM y frenar el empuje de la CNT.

Federica Montseny nació en 1905 y puede decirse que lo hizo siendo ya anarquista, puesto que sus padres la educaron en esta idea. Ellos fueron los editores de La Revista Blanca, una prestigiosa publicación que recogió las firmas de muchos intelectuales del primer tercio del siglo y en la que ella publicaba habitualmente. Su compañero Germinal Esgleas, también descendía de familia libertaria y los nombres de sus tres hijos dejan claro que quisieron que siguiesen esta línea: Vida, Germinal y Blanca.

Federica Montseny compaginó su actividad militante con la literatura, aunque también quiso que su escritura sirviese al mismo ideal y junto a multitud de textos políticos publicó cuentos y cerca de cincuenta novelas en las que repitió la temática de los amores entre obreros que tienen que hacer frente a la maldad de los capitalistas. Se trata de un subgénero literario que buscaba entretener a los trabajadores a la vez que los adoctrinaba. Sus padres también lo practicaron y, más cerca de nosotros, Manuel Llaneza firmó muchos cuentos en El Minero de la Hulla con la misma intención.

La historia que hoy les traigo la recojo precisamente del último número de La Revista Blanca, editado en Barcelona el 15 de julio de 1936, cuando ya se habían puesto en marcha los preparativos del alzamiento militar. Es el final de una crónica escrita en tres capítulos con el título "A través de Asturias la heroica" narrando su visita a Mieres y Turón tras la amnistía de febrero, que había dejado en libertad a los presos de la revolución de octubre y que me resulta -y espero que también a ustedes- muy interesante.

La narración cuenta lo sucedido el día de jueves santo de aquel año y se inicia en Gijón, donde el también cenetista Avelino González y ella habían dormido después de pasar la jornada anterior visitando Villaviciosa. El relato se inicia con las prisas por coger el tren que unía la ciudad costera con Mieres, el método más fácil de desplazarse para quienes no tenían vehículo propio, ya que entonces no había combinación de autobuses y contratar un taxi resultaba demasiado caro. Los dos activistas se habían alojado en el hotel "Cervantes" -a diez minutos de paso ligero hasta la estación- y por un error fueron despertados apenas quince minutos antes de las siete, hora prevista para la salida del convoy.

Después de la carrera y gracias a que fueron reconocidos por algunos ferroviarios de su sindicato lograron cogerlo a tiempo y ya en el vagón pasaron charlando las dos horas de viaje mientras sus estómagos demandaban el desayuno que no habían recibido; hasta que después de ver el humo de los grandes hornos y la negrura del carbón que anunciaban la proximidad de la villa, a las nueve llegaron a Mieres, en un día lluvioso, como era habitual en esa época del año.

En él andén los esperaban un compañero de Mieres cuyo nombre no se cita, Avelino Fernández Roces y otro sindicalista de La Felguera que debía hablar con ellos en Mieres y Turón y posteriormente en Oviedo y en Sama, mientras el cenetista más popular de la cuenca del Caudal, Fernando Solano Palacio, aún no había salido de su turno de la fábrica y decidieron esperarlo en casa de un compañero que tenía una posada.

Desconocemos cual fue ese lugar que Federica Montseny describe como "típica casa asturiana, de piso reluciente, bruñido por la cera, que consigue, a fuerza de puños femeninos, sacar brillo de espejo a la madera, pero allí comieron con apetito "unas magras muy apetitosas" y cobraron fuerzas para el mitin, que estaba anunciado en Turón, a las diez y media.

Mientras estaban almorzando llegó Solano Palacio, del que hace una llamativa descripción: "quedé asombrada, ante su tipo. Parece arrancado a una novela moderna americana. Recio, alto, rubio, casi albino, de ojos azules en un semblante rojizo. Todo su tipo es nórdico, hasta la manera de andar, ligera y desgarbada, de grandes pasos de montañés hecho a las marchas forzadas por todas las carreteras del mundo".

Con él y un grupo de compañeros de Mieres "una villa llana y moderna, bastante bonita" emprendieron la marcha hacia la plazuela de donde partían los autobuses que llevaban a Turón escuchando los detalles de la revolución que iba contando Solano a la vez que les enseñaba la Casa del Pueblo, transformada en reducto de la Guardia civil, las escuelas y el cuartel, que fue tomado por los revolucionarios, convirtiéndolo en centro de operaciones.

Ya en Turón, antes de empezar, los oradores fueron puestos en antecedentes por los cenetistas del lugar: el público era en su mayoría socialista, los comunistas cobraban mucha fuerza entre ellos y era preciso hacerse simpáticos y no chocar con la mentalidad de unas masas, pletóricas de espíritu revolucionario, pero totalmente inconscientes. Pero todo resultó bien, el auditorio del cine "de abajo" donde se celebró el mitin fue simpático y dejó en Federica una impresión inolvidable, "rostros rudos de mineros, de caras arrugadas. Mujeres tocadas con el típico pañuelo, anudado sobre la frente. Adolescentes de miradas ávidas, de rostros sonrosados. Pueblo, en la más amplia, más magnífica y más trágica expresión de la palabra. Y escuchaban con atención ferviente, con los ojos encantados, las bocas entreabiertas, pendientes de las palabras que pronunciábamos".

Allí conocieron el local de su sindicato, un local pequeño, con balcón abierto sobre el río negro por el carbón y desde el que se podía ver "el muro del cementerio contra el cual fueron fusilados las catorce víctimas del absurdo afán de imponer por el terror la revolución, experimentado por los marxistas". Un hecho que la anarquista critica en su crónica por el mal efecto de esa matanza innecesaria, cuando todo el pueblo estaba en manos de los revolucionarios, a la vez que resalta la actitud digna de sus compañeros "inhibiéndose de toda responsabilidad en el hecho, por no estar conformes con aquella manera de proceder, si comprensible, poco generosa".

Por la tarde, el segundo mitin de la jornada en "la plaza de las Escuelas" de Mieres fue otro éxito. "Una muchedumbre abigarrada, al aire libre, bajo un cielo lluvioso y que amenazaba estallar en una tormenta, nos esperaba y nos escuchó hasta el último momento. Público también multiforme e igualmente atento y correcto. Muchos comunistas y socialistas, que asentían con entusiasmo cuando se hablaba de la Alianza revolucionaria y que nos interrumpían con palabras de seguridad, cuando señalábamos nuestras dudas, nuestras desconfianzas y los peligros que el comunismo autoritario representaba para el pueblo español, máxime dada la moral inescrupulosa de sus hombres".

Cuando terminaron, se presentó la madre de un joven comunista, muy destacado durante el movimiento -seguramente "Manolé Grossi", quien ya estaba en Cataluña-, y le manifestó su afecto. "Aunque en todo no esté conforme con lo que ha dicho, me ha gustado usted mucho. No tema. Con buena voluntad y respeto recíproco nos entenderemos". Luego, antes de tomar el tren para volver a Gijón, siguió la conversación en un café con otros actores de la revolución, entre ellos varios socialistas y todos coincidieron en la necesidad de seguir manteniendo la unidad obrera.

Al finalizar la Guerra Civil Federica Montseny estableció su residencia en Toulouse, la ciudad preferida por los anarquistas españoles en el exilio. Desde allí volvió a visitar Asturias tras la muerte de Franco. Lo hizo en tres ocasiones, aunque no pisó las Cuencas Mineras, pero sí pudo recordar Turón porque en el último de esos viajes vino acompañada por un joven nacido en este valle: Juan Luis Rodríguez, amigo y compañero de claustro durante muchos años en el IES de Aller, que mantiene su militancia cenetista y a quien quiero dedicar esta historia.