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Una historia que no tiene voz

Cuatro hermanos alleranos sordomudos salieron adelante sin saber la lengua de signos por culpa de la Guerra Civil

Los hermanos sordomudos Rosario y Jesús González con sus otros hermanos.

Es temprano en Entrepeñas, en Aller, pero ya hace un sol de justicia. Jesús González pasea por la acera de su casa. Paseos cortos, no más de cincuenta metros, apoyado en su bastón. Su hermana, Rosario, está dentro. Está encendiendo la cocina de carbón para preparar la comida. Ella tiene 83 años y él 91. Los dos son sordomudos. Igual que lo eran dos de sus tres hermanos, ya fallecidos. Su historia no es como las demás. Su historia no tiene voz. Se cuenta con medias palabras, imágenes en blanco y negro, recuerdos en una caja. Es bonito conocerla cuando ellos la narran a su manera.

En esa casa sobran las palabras. Rosario González recibe a todos los que llegan con una sonrisa que lo dice todo. Que es amable, que le gusta la compañía y que nunca hace dramas. Lee bien los labios y articula algunas palabras. Como cuando coge la foto en blanco y negro que adorna la pared, justo al pie de la escalera: "Mama y papa". Un hombre y una mujer muy guapos, ella peinada con ondas. Son Sofía Suárez y Manuel González. Eran primos carnales. "Dicen que los niños nacieron sordomudos porque ellos eran familia", explica Manuel Fernández, sobrino de Jesús y Rosario.

La madre de Manuel Fernández era Ramona González, la más joven de los cinco hermanos. La única que podía oír. Los mayores son Jesús y Rosario. Luego nacieron Manolín, que sufrió una meningitis que lo incapacitó hasta su muerte, y Maruja. Esta última falleció hace unos meses, aquejada de una enfermedad del corazón. "Es triste", afirma Rosario, con la sonrisa ya borrada. Es fácil comprenderlos, con sus gestos y sus palabras entrecortadas, aunque nunca recibieron formación académica.

La suerte no les acompañó en la vida. Los hermanos estaban matriculados en un colegio especial de Oviedo para aprender el lenguaje de signos y a hablar cuando estalló la Guerra Civil. Nunca conocieron esa escuela, pero aún guardan una carta del director. Sobre la mesa del salón reposa LA NUEVA ESPAÑA: "Leen el periódico todos los días. Lo trae el panadero, y los domingos se lo traigo yo de Collanzo", matiza Manuel Fernández.

- Rosario, ¿quién le enseñó a leer?

-Doña Telvina.

Doña Telvina era una mujer que vivía en la zona alta del pueblo. Les correspondía la escuela de Pelúgano, pero allí no les enseñaron nada: "No miraban para nosotros", dice Rosario González. Y acompaña las palabras de un gesto, como si tirara con rabia una libreta invisible sobre la mesa. Ella es la que mejor se explica, quizás porque vivió durante catorce años en Bruselas. Allí viajó con su marido, Antonio Espada. Él era de Oyanco, se conocieron en el baile de Levinco y en seguida se casaron: "Los niños no llegaron". También lee los labios en francés y articula algunas palabras: "Belle mademoiselle", dice riendo.

Jesús González interrumpe la conversación: "Yo, soltero". No quiso casarse, aunque pretendientes no le faltaron. Tenía un porte que recuerda a James Dean, las fotos no mienten, y cortejó en Pelúgano. Trabajó en la construcción, hizo obras por todo el concejo. También en Gijón, "dentro de los barcos". Le encanta pintar, dibuja todo lo que ve. Guarda más de cien dibujos en la caja que atesora sus recuerdos, todos los que hablan por él. Pero su mayor pasión son los motores. Tuvo cuatro motos: una Torrent, dos Mobylette y, la última, una Derbi. "Tuvimos que quitársela hace poco, porque salía de casa y la arrancaba", ríe su sobrino.

Fuera de la casa, ahora, ya no hay moto. Y el puente de hierro de Entrepeñas, que pagaron los vecinos con orgullo, está a punto de caer. Han reclamado, sin éxito, que el Ayuntamiento lo arregle. Rosario entra en casa de nuevo a por una foto: la imagen de Entrepeñas en los años treinta, con más de un centenar de vecinos. Ahora son cuatro. "Ya no queda na", susurra. Queda la huerta que siembra de patatas. La misma huerta que labraba con su madre hace setenta años. Luego las vendían en Moreda. También cerezas, a dos pesetas el kilo: "Yo mucho trabajé". Y sigue trabajando. Entra en casa, todo pulcro y ordenado, y pone la mesa. Jesús espera fuera, le gusta despedir a las visitas con cariño. Quiere que vuelvan. Señala el coche, levanta el pulgar, y articula con los labios: "Muy guapo". Desde la ventana dice adiós con la mano.

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