José Díaz Fernández fue diputado por Asturias en las Cortes republicanas en representación del partido radical-socialista, pero la desilusión del bienio derechista lo hizo apartarse de la política para dedicarse en exclusiva al periodismo. En 1935 publicó bajo el seudónimo de José Canel "Octubre rojo en Asturias", narrando su testimonio como testigo de la revolución hasta el momento en que los mineros abandonaron Oviedo, aunque quiso firmar con su nombre verdadero el prólogo.

El capítulo IV de este libro lo dedicó a la actividad en el hospital que se habilitó en Mieres durante la insurrección. Hoy queremos detenernos en este relato porque en él se cita a "Patricio el practicante", un hombre que fue durante décadas una institución en esta villa, dejando un recuerdo como sanitario eficiente y progresista en un tiempo en el que asumir ciertas decisiones a favor de sus pacientes pudo costarle muy caro. Pero lo que muy pocos conocieron fue su compromiso político de juventud y los avatares de una biografía que ahora, como un pequeño homenaje a su memoria, queremos hacer públicos.

Por los datos que me ha proporcionado su nieto Luis -compañero en aquella intensa aventura republicana que vivimos hace dos décadas- sabemos que Patricio Carro Losada había nacido en 1902 en San Nicolás del Real Camino, un pueblecito de la tierra de campos palentina, próximo a Villada. Allí, a falta de médico, su padre ejercía como barbero y desempeñaba a la vez las labores de enfermería menor; algo común en la Castilla profunda, donde pervivía la herencia de lo que en la Edad Media se denominaban "barberos sangradores".

Por esta circunstancia se vio atraído desde niño por la sanidad, y con el apoyo paterno pudo obtener en Valladolid el título de practicante. Después, igual que todos los jóvenes de la época, fue llamado al servicio militar obligatorio, que se prolongó con la incorporáción como sanitario a las tropas que combatían en la durísima guerra de África. Cuando obtuvo la licencia se desplazó hasta la cuenca del Caudal con el resto de su familia, buscando las posibilidades que ofrecía en la zona el despegue de la minería y la industria.

Así acabó recalando en Mieres, donde obtuvo en abril de 1922 la plaza de practicante municipal por concurso y pasó a ocuparse de la Casa de Socorro. Algunos de sus hermanos también dejaron un recuerdo imborrable en la villa, como Vicente, que tuvo una popular barbería en Requejo, o Félix, a su vez practicante titular del municipio de Pola de Lena hasta su fallecimiento el 17 de agosto de 1952, quien participó activamente en el Cuadro Artístico de la localidad y a cuyo entierro acudieron las autoridades locales, el Jefe Provincial de Sanidad, médicos y sanitarios de toda la zona y numerosos vecinos, que le quisieron agradecer así los servicios prestados.

Patricio Carro se ganó enseguida el aprecio de todos por su permanente disposición y su amor al trabajo y pronto formó aquí su propia familia con la joven María Jesús Montila, que pertenecía a otro de los linajes de industriales más queridos de esta villa, también con raíces en Villada. La pareja tuvo cinco hijos: María Victoria, Patricio, Honorina, Margarita y Digna. Muchos de sus descendientes siguen integrados actualmente en la vida mierense.

Cuando llegó octubre de 1934, nuestro hombre era militante de UGT, aunque no pertenecía al SOMA, por lo que es posible que desconociese los preparativos de la acción armada. Según su propio testimonio, los acontecimientos lo cogieron por sorpresa y escuchó los primeros disparos de aquella madrugada cuando se encontraba en su puesto de la Casa de Socorro. Al sospechar lo que estaba pasando subió al coche con el que se desplazaba cada día hasta su domicilio, en el edificio que entonces albergaba el servicio de telégrafos, cercano al Casino de La Pasera, y en mitad del camino se encontró de frente con el tiroteo que estaba desarrollándose frente al Ayuntamiento. Entonces decidió que su deber era quedarse allí.

El periodista José Díaz lo encontró días más tarde en el hospital de sangre que se tuvo que habilitar en la Escuela de Capataces, con camas y efectos requisados en los comercios y casas particulares, material sanitario de la propia Casa de Socorro y medicamentos intervenidos en las farmacias locales. Allí eran atendidos tanto los heridos traídos desde el frente de Campomanes como la población víctima de los bombardeos que descargaron sobre Mieres.

Patricio Carro asumió el mando del establecimiento teniendo a su cargo un personal voluntario integrado tanto por profesionales comprometidos con la revolución como por enfermeras y colaboradores que contaban con algún tipo de preparación sanitaria y procedían de lo que entonces se llamaba "masa neutra", pero en medio de las dificultades logró que aquel establecimiento provisional funcionase perfectamente.

José Díaz lo describió en su libro como "un hombre discreto, útil, generoso, que tomaba su papel sin arrogancia ni altivez, descargándolo todo lo posible de su carácter clasista". Según él, entre los muchos proletarios que ocuparon en aquellas jornadas puestos de responsabilidad, algunos se dejaron llevar por el odio para desencadenarse en la represalia y el despotismo, pero otros se comportaron sin vehemencia ni rencor, ajustando sus actos estrictamente a los deberes de la revolución.

Patricio estuvo entre estos últimos: "Regía con ejemplar mesura el hospital de sangre. Los facultativos encontraban en él un hombre razonable, que les facilitaba su función, y el personal sanitario veía en él un jefe enérgico y justiciero que no admitía atropellos ni desigualdades. Lo mismo se atendía a los guardias que a los sublevados, y si alguna preferencia se toleraba era para los niños y las mujeres, caídos bajo la metralla, seres neutrales en el terrible y enconado combate".

El fiel practicante pagó aquellos días detenido en el Colegio de La Salle, "el Hacho", pero logró zafarse con una treta antes de ser sometido a juicio y pudo huir en moto hasta Barcelona. Desde Cataluña logró burlar la vigilancia en la frontera francesa y estuvo ejerciendo su profesión en París hasta que la amnistía del Frente Popular permitió su retorno en febrero del 36.

Con la guerra civil, Patricio Carro desempeñó de nuevo sus servicios en el Hospital de Sangre de Mieres, esta vez como subdirector, y pudo escapar a la suerte de los dos médicos directores, Carlos Villamil Artiach y Pascual del Buey Larranz, que fueron ajusticiados en Oviedo cuando llegaron las tropas franquistas.

Esta vez salió de Asturias en un coche alemán que lo llevó hasta Palencia y allí, exhibiendo una identidad falsa, pudo trabajar haciendo guardias de suplencia en el Hospital militar hasta que fue denunciado e identificado. Tras su detención lo encarcelaron primero en la prisión de San Marcos, en León, y después en la de Celanova, por la que pasaron muchos asturianos. Su juicio se cerró con la condena a siete penas de muerte, que acabaron siendo conmutadas, pero aún estuvo unos años por Galicia, acogido al programa franquista de redención de penas por el trabajo en el botiquín de las minas de wolframio de Silleda y después en Redondela, llevando temporalmente junto a él a toda su familia.

A finales de la década de los 40 volvió a Mieres con una inhabilitación para servicios estatales, lo que le obligó a ganarse la vida con las "igualas" por las casas. Por fin, el 12 de mayo de 1971 la Delegación General del Instituto Nacional de Previsión decidió reorganizar sus servicios adjudicando las plazas de Practicantes y Ayudantes Técnicos Sanitarios de Zona. Entonces obtuvo su nombramiento como practicante en propiedad del servicio de Urgencia de la Seguridad Social en Mieres por el turno de Escala Nacional Única.

En sus últimos años ocupó cargos de relevancia en la Directiva del Colegio Oficial del Colegio de Practicantes y siguió sus inquietudes políticas y culturales participando en las actividades de la Asociación "Amigos de Mieres", hasta que falleció en su casa de la calle Conde Guadalhorce nº 9 -en el tramo que ahora es la calle La Vega- en noviembre de 1977, cuando tenía 75 años de edad.

Patricio Carro le comentó en varias ocasiones a su nieto Luis la paradoja que suponía haber sido condenado en 1934 por ir contra el gobierno republicano y en 1936 por defenderlo. Esa fue la historia de unos perdedores que se vieron arrastrados por la historia y a los que ahora tenemos el deber de poner en su sitio porque no hicieron más que cumplir con lo que les dictó su corazón. Su pecado fue empeñarse en hacer lo que mejor sabía en cualquier circunstancia: curar a los heridos y cuidar de los enfermos. Y todavía son muchos los que pueden atestiguar que lo hizo como nadie.