Durante el trascurso de la guerra civil, París se convirtió en la capital de la cultura española. Lo mejor del pensamiento, la cultura y la ciencia se refugió allí. En unos casos, para salvarse de la cárcel o el fusilamiento, en otros, simplemente para seguir trabajando, porque la investigación y los tiros nunca han casado bien. Unos pocos siguieron su vida en el exilio, pero la mayoría regresó con el franquismo y se acabó acomodando en el nuevo régimen, por lo que muchos disimularon en sus biografías los verdaderos motivos que los habían llevado a Francia y ahora es muy difícil conocer la verdad. Aunque, seguramente, ya tampoco importa.

Ramón Menéndez Pidal fue uno de los que se marchó. Lo hizo en el otoño de 1936, junto a Gregorio Marañón, ambos con sus respectivas familias, desde Madrid hasta Alicante y de allí, hasta Marsella. Don Ramón había nacido en la Coruña, pero siempre se consideró asturiano, de Pajares, como su padre, el magistrado Juan Menéndez, y sus hermanos Juan y Luis. Su madre, Ramona, también fue asturiana y pertenecía al poderoso linaje de los Pidal de Villaviciosa.

Llegó a Oviedo con un año cumplido y aquí vivió hasta los siete; luego, siguiendo los destinos profesionales de su padre, pasó por Sevilla, Albacete, Burgos, otra vez Oviedo y por fin Madrid. En esa Universidad fue discípulo de Marcelino Menéndez Pelayo y obtuvo la cátedra de Filología Románica, que le permitió abordar el estudio de las fuentes históricas y la lengua española a partir de un arduo trabajo de campo por los pueblos de Castilla junto a su esposa María Goyri, la primera mujer que pudo terminar en este país la carrera de Filosofía y Letras.

A lo largo de su vida, tanto antes como después de su matrimonio, don Ramón viajó mucho y su obra es tan indispensable para el conocimiento de nuestra lengua y nuestro pasado, que lo convierte, junto con Severo Ochoa, en uno de los dos últimos asturianos que pueden ser calificados con seriedad como "intelectuales", si devolvemos a este adjetivo su verdadero significado.

Fue presidente del Comité Directivo de la Residencia de Estudiantes, director del Centro de Estudios Históricos, vicepresidente de la Junta de Ampliación de Estudios, académico de número de la Real Academia de la Lengua Vasca y director de la Real Academia Española, por señalar sus méritos más importantes.

También dejó una producción literaria muy extensa, aunque, como puedo elegir, sólo voy a citarles tres libros: "La leyenda de los siete infantes de Lara", publicada en 1896; su tesis doctoral: "Cantar del Mío Cid: texto, gramática y vocabulario" (1908-1912) y su gran "Historia de España", iniciada en 1935 y en la que participaron Claudio Sánchez Albornoz, Manuel Tuñón de Lara y Antonio García Bellido, junto a una larga lista de historiadores de prestigio, hasta su conclusión en 2005, cuando él ya había fallecido.

Tras su salida de España, Ramón Menéndez Pidal vivió primero en Burdeos, donde empezó a escribir la "Historia de la lengua española" y en el verano de 1938 se trasladó a París. También estuvo en Cuba y Estados Unidos, antes de retornar a España el 4 de julio de 1939, aunque sometido a un expediente de depuración que se sobreseyó cuando cumplió ochenta y tres años.

Don Ramón nunca destacó por su actividad política, pero tampoco negó sus simpatías por la República y su aversión a las ideas totalitarias de cualquier signo. Poco antes de dejar Madrid había suscrito el manifiesto de la Alianza de Escritores Antifascistas para la Defensa de la Cultura, posicionándose junto al gobierno de Frente Popular y en 1939 dimitió como director de la Real Academia Española para denunciar la situación de acoso que sufrían algunos de sus miembros, y aunque volvió a ocupar el cargo desde 1947 hasta su muerte, consiguió su pretensión de que los sillones de los académicos exiliados permanecieran sin cubrir hasta que estos fallecieran.

Menéndez Pidal tampoco dejó de trabajar en el exilio y siguió sus estudios en las universidades de Toulouse, La Habana y Nueva York. Durante su breve estancia en París volvió a encontrarse con Marañón, quien también había conseguido autorización para establecer una consulta privada y ejercer en los hospitales de la ciudad y juntos compartieron las inquietudes del resto de los ilustres españoles, que se reunían periódicamente aprovechando cualquier motivo, bien casa del doctor o en los hoteles de la ciudad.

Una de las preocupaciones del grupo coincidió con su llegada, cuando creció la amenaza de una nueva guerra que en esta ocasión podía afectar a toda Europa. El rumor anunciaba que París estaba a punto de ser bombardeada y los extranjeros empezaron a abandonar la capital. El día 28 de septiembre se ordenó la movilización general y los habitantes de la Ciudad Universitaria tuvieron que abandonar su residencia en previsión de que allí se habilitase un hospital, pero entonces los intelectuales españoles obtuvieron la promesa de Enrique Loncán, encargado de negocios de la Embajada de Argentina, de que si se producía la conflagración, el país americano los acogería junto a sus familias.

Luego llegaron los acuerdos de Munich y la paz se prolongó unos meses, de manera que los integrantes de aquella expedición, que no había llegado a producirse, quisieron agradecer a Loncán su gestión y le organizaron un homenaje en el café Voltaire, abierto en la plaza parisina del Odeón.

Según contó el escritor Miguel Pérez Ferrero en su "Vida de Pío Baroja", el lugar lo eligió Azorín y en la mesa, junto a Enrique Loncán, estuvieron presentes el mismo Azorín; Pío Baroja; Ramón Menéndez Pidal; los doctores Gregorio Marañón y Teófilo Hernando; el filósofo Xavier Zubiri; los periodistas de La Nación de Buenos Aires, Fernando Ortiz de Echagüe y Arturo Menéndez Calzada; el de La Prensa, Ricardo Sáenz Hayes; el subdirector del Instituto de Estudios Hispánicos de París, Aurelio Viñas; el aviador, Emilio Herrero -quien sería más tarde presidente de la República en el exilio- y el escultor asturiano Sebastián Miranda; mientras otro asturiano, Ramón Pérez de Ayala, quien desde hacía algún tiempo se hallaba residiendo en Biarritz, quiso solidarizarse y envió desde allí una adhesión.

La curiosidad viene después, cuando conocemos que Enrique Loncán se quitó la vida cuando al comienzo de las hostilidades de la II Guerra mundial tuvo que regresar a Argentina. Y lo mismo hicieron al poco tiempo otros dos de los comensales que habían acudido al homenaje, Arturo Méndez Calzada, y Fernando Ortiz Echagüe.

Enrique Loncán había nacido en Buenos Aires en 1892 y además de político fue catedrático de Derecho Político en aquella Universidad y escritor especializado en el humor, firmando con su nombre o con el seudónimo "Americus" artículos en el diario La Nación y en las revistas El Hogar, Caras y Caretas y Nosotros.

Al parecer, antes de salir de Francia había tenido un enfrentamiento con el embajador de su país, el cineasta Miguel Ángel Cárcano y cuando volvió a Argentina publicó una página denunciando su conducta respecto a la salida del personal de la embajada. Por ello el 30 de septiembre de 1940 fue llamado para dar explicaciones ante el ministro correspondiente. Nunca se supo cual fue el tono de la entrevista, pero a su término dejó el edificio oficial, se dirigió a un bar para beber unas copas en una mesa apartada y allí sacó su revolver y se pegó un tiro.

Su colega y compañero Arturo Méndez Calzada ni siquiera pudo cruzar el charco. Salió de Francia por la frontera española con el objetivo de embarcarse en Barcelona para hacerse cargo en Buenos Aires de la página literaria de La Nación, luego dicen que lo vieron pasar por San Sebastián con una fuerte depresión y al llegar a la Ciudad Condal puso fin a su vida.

Por su parte, Fernando Ortiz Echagüe pudo salvarse de la guerra residiendo en los Estados Unidos, hasta que volvió a París después de la liberación para retomar su trabajo de responsabilidad en la agencia de información, pero una vez allí, sin que tampoco se haya sabido por qué, se arrojó a la calle desde un piso alto de aquel edificio de oficinas.

Ya ven que con un poco de fantasía alguien podría hablar de una cena maldita para los periodistas que compartieron mesa aquella noche. Mientras tanto, el resto de los invitados en su mayoría tuvieron más suerte. Nuestro Ramón Menéndez Pidal falleció de muerte natural en 1968, cuando le faltaba poco para ser centenario. Dentro de pocos meses se cumplirán los 50 años, un buen momento para que el Concejo de Lena, cuya biblioteca municipal lleva su nombre, lo recuerde.