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De Lo Nuestro | Historias Heterodoxas

Sobre el monumento al señor Marqués

La efigie del poblado minero de Bustiello dedicada a la figura del empresario Claudio López Bru, obra del artista segoviano Aniceto Marinas

El domingo 4 de marzo la estatua de don Antonio López, primer marqués de Comillas, se despidió de su pedestal en una plaza de Barcelona y con la ayuda de una grúa pudo sobrevolar a los vecinos que celebraron su marcha con música y una chocolatada popular. Alguien había revisado su historia encontrando un pasado que lo vinculaba con la explotación económica y el tráfico de esclavos, y las autoridades competentes decidieron que en pleno siglo XXI un personaje con estas características no podía seguir teniendo un monumento en su ciudad.

No sé donde llora ahora sus penas la efigie del aristócrata, aunque la prensa contó poco después que Miguel Ángel Revilla la había solicitado para colocarla en su tierra cántabra, donde el beneficio de las obras que costeó pesa más que estas minucias de su leyenda negra.

La lectura de la noticia nos lleva inevitablemente a recordar que su hijo, don Claudio, segundo marqués de Comillas y personaje con otra biografía polémica, también cuenta con sendos monumentos en Cádiz y la cuenca minera asturiana.

El primero se inauguró en la Alameda de la ciudad andaluza el 12 de octubre de 1922 y es magnífico, obra del catalán Antonio Parera, tiene incluso un sótano que llegó a albergar una pequeña biblioteca. Allí está el busto de don Claudio, identificado como "constante propagandista de la unión hispano-americana", acompañado por dos mascarones de barco, las figuras de un león y un cóndor, símbolos de Europa y América, una matrona con niño, escudos, medallones, en bronce con los rostros de Cervantes y Colón, y una gran escultura, también en bronce, representando al genio del cristianismo que corona el conjunto.

El de la Montaña Central es más modesto, y como ya sabrán está emplazado en el poblado de Bustiello. En este caso se trata del busto uniformado de don Claudio López Bru luciendo entre otras condecoraciones la exclusiva "espuela de oro", que le concedió el Papa Pío X agradeciendo su protección al pontificado, que tuvo su momento culminante cuando planteó un proyecto para que todos los católicos del mundo ayudasen a comprar Roma junto a un territorio que llegaba hasta el mar para hacer crecer sobre él al Estado Vaticano.

La efigie del marqués es de bronce y recibe el homenaje de un obrero, en piedra, que le presenta un ramo de flores, completando así un monumento protegido simbólicamente por una verja formada por picos y palas, lo que no ha impedido que en estos últimos años haya sufrido un par de agresiones.

Siempre se ha contado que el minero que acompaña al marqués fue un personaje real, y así lo recogió por ejemplo la escritora Laura Castañón en su magnífica novela "Dejar las cosas en sus días" al imaginar la escena de la inauguración del monumento: "No se esperaba Montañés que el fin de fiesta de aquel desfile de obreros tuviera que ver con su familia, y por eso se sorprendió cuando el acto se coronó con la irrupción de Miguelón el de Entrebú, el imponente minero que había servido de modelo al escultor Alfredo Mariñas: lo hacía ataviado con la misma ropa con que había posado, la camisa arremangada y, en lugar del ramo de flores, con la pequeña de los Montañés, la amadísima ahijada del señor Marqués..."

Laura transcribió correctamente el nombre del minero, pero en cambio equivocó el del escultor, al llamarlo Alfredo Mariñas, repitiendo un error que hemos visto incluso en algunos estudios históricos.

El autor del monumento de Bustiello fue realmente Aniceto Marinas, uno de los creadores más importantes del siglo XX español, nacido en Segovia el 17 de abril de 1866. De él se cuenta que era de familia pobre y al no poder realizar otros estudios, inició los de canto y violín siendo monaguillo en la Catedral de esa ciudad, y que también empezó en esa época a realizar sus primeras esculturas modelando pequeñas figuritas con la cera que podía recoger de los cirios de los altares.

Precisamente fueron estas manualidades las que le abrieron el camino de la gran escultura, cuando las vio en 1882 uno de los técnicos que restauraban el Alcázar de Segovia, dos décadas más tarde de que hubiese quedado arruinado por un incendio. Con su recomendación pudo completar su trabajo como cantero en aquella obra asistiendo por las tardes a las clases de dibujo de Emilio Soubrier y Pedro Subirats, donde ya modelaba cabezas clásicas y bustos.

Al finalizar el siguiente curso con premio extraordinario ya realizó su primera exposición y obtuvo de la Diputación Provincial una beca para ampliar sus estudios en la Escuela de Bellas Artes de Madrid durante tres años, y después la propia Academia de San Fernando lo pensionó para que pudiese estudiar otros tres años en Roma.

Luego su carrera se disparó: multiplicó sus exposiciones, obtuvo premios por toda Europa, y recibió una lluvia de encargos desde todas las provincias españolas, lo que le permitió instalar su taller en Madrid, donde obtuvo en 1899 la Primera Medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes con la conocida estatua de Velázquez, que ahora podemos ver en la puerta principal del Museo del Prado; más tarde, desde 1901 hasta 1936 desempeñó la cátedra de Modelado y Composición Decorativa de la Escuela de Artes y Oficios de Madrid.

De esta forma, sus obras pasaron a formar parte del paisaje de muchas ciudades y a veces incluso de nuestras propias vivencias. Por ejemplo, a muchos asturianos nos es familiar la estatua de Guzmán el Bueno que según la tradición señala con su puñal el camino de vuelta para quienes estén a disgusto en la capital leonesa. Ya saben: "Si no te gusta León, allí tienes la estación". Don Claudio López Bru, falleció en Madrid el 18 de abril de 1925, a los setenta y dos años de edad, y poco después, el 9 de mayo, se formó un comité para colocar su monumento en Bustiello con la idea clara de que su autor tenía que ser Aniceto Marinas, ya que además de su gran calidad artística, compartía con él la misma devoción por la Iglesia. No en vano haría poco después el Sagrado Corazón de Jesús inaugurado en 1930 en el cerro de los Ángeles, que se convirtió en un icono del nacional-catolicismo tras haber sido fusilado simbólicamente durante la guerra civil, y en cuya restauración siguió trabajando el escultor hasta el momento de su muerte el 23 de septiembre de 1953.

La idea de la estatua partió de la jefatura de la Sociedad Hullera Española, pensando en financiar una parte del proyecto con las aportaciones de los trabajadores que debían donar un día de su salario. Pero según recogió Adrian Shubert en su estudio ya clásico publicado en 1984 sobre los orígenes del movimiento obrero en Asturias "Hacia la revolución", cuando se realizó un sondeo entre ellos para ver quienes estaban dispuestos a colaborar, se encontraron con que solo 1.204 de los 2.283 empleados en la empresa dieron una respuesta afirmativa, e incluso entre estos, muchos matizaron que preferían dar menos dinero.

Para el historiador, el rechazo, en un momento de crisis económica donde había aumentado el paro y en consecuencia la facilidad de los despidos, suponía asumir el riesgo de sufrir alguna penalización, lo que demuestra que la Hullera Española "fracasó en su intento de crear una mano de obra disciplinada y leal a la empresa".

Es cierto que en los archivos se conservan las listas enviadas por los capataces con los nombres de quienes se negaron a hacer el donativo marcados en tinta roja, junto a su estado civil y el número de hijos, pero quienes conocemos la evolución social de Bustiello no podemos estar de acuerdo con la conclusión de Shubert, porque sabemos que en muchas familias del poblado minero arraigó una especie de "síndrome de Estocolmo" que acabó convirtiendo todo lo relacionado con la Sociedad Hullera Española, marqués incluido, en el recuerdo idealizado de una época mejor.

Ustedes saben que en varias de estas historias he ido sacando a la luz las esquinas más oscuras de la biografía de don Claudio López Bru, pero ni él fue su padre, ni Bustiello es Barcelona. Aquí su efigie es un elemento indispensable que debe conservarse dentro de un conjunto patrimonial que por fin ahora empieza a ser conocido en toda España. Me consta que las cabales y apasionadas explicaciones de María Fernanda Fernández, que acompañan a las cada vez más frecuentes visitas que se acercan hasta el poblado, son suficientes para aclarar cualquier duda sobre nuestro marqués.

De momento lo que sí urge es una restauración del monumento: el deterioro de la piedra hace que el sufrido Miguelón esté a punto de perder su cabeza. Y no lo digo en sentido figurado.

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